Tenía que ser el día de Salvador Illa, y fue el día de Carles Puigdemont. Tenía que ser el día en que se pactaba el final del conflicto catalán, sellado por un acuerdo de silencio y rendición, y fue el día en que el conflicto explotó en la cara del Estado. Tenía que ser un día de servidumbre, y fue un día de revuelta. Tenía que ser el día en que la represión culminaba un acto vergonzoso, y fue el día en que la represión fue burlada. Tenía que ser un día de España y fue un día de Catalunya. Y todo pasó porque un hombre resiliente y con una gran determinación política volvió a plantar cara a todo el sistema policial, judicial y político de un estado que hace siete años que quiere destruirlo.

Se pueden analizar muchas aristas a raíz de la acción de desobediencia que ha protagonizado el president Puigdemont, pero ninguna de ellas puede poner en cuestión la enorme carga política que representa. De entrada, una previa que no es menor: Carles Puigdemont no se dejará detener. Una detención que, hasta el jueves, era un futurible muy probable que, lógicamente, desencadenaba una importante reacción en cadena: detención, prisión, Fiscalía en evidencia, batalla campal entre el Constitucional y el Supremo, presión sobre el gobierno catalán y español y, sobra decir, un fuerte ruido internacional. Sería lógico pensar, pues, que su detención era una carga de profundidad que, a pesar de los riesgos, valía la pena jugar. Pero Puigdemont ha enviado el mensaje contrario: no se dejará detener y esta decisión es políticamente todavía más poderosa. Primero, porque pone en evidencia la anomalía democrática que representa tener una ley de amnistía aprobada desde hace dos meses y, sin embargo, mantener vigente la orden de detención por parte de un juez que decide retorcer el derecho para no cumplir la ley. Se había normalizado tanto la posibilidad de la detención del president, que se había olvidado la anomalía democrática que representaba, y al no dejarse detener, Puigdemont hace estallar esta naturalización de una barbaridad. No se dejará detener porque no acepta esta justicia patriótica que utiliza las togas como elemento represivo ideológico, y porque no puede admitir como "normal" que eso se produzca con una ley aprobada. Puigdemont está amnistiado y punto, y su gesto recuerda a Llarena y a Marchena que intentar detenerlo es una ilegalidad. Por mucho que la prensa española —y su subsidiaria catalana— cambien la realidad y conviertan Puigdemont en el hombre que no cumple la ley, en realidad son los jueces los que no lo están cumpliendo.

La venida de Puigdemont y su marcha posterior han sacudido la política catalana y la española y han impedido que cuaje la idea de que todo se ha acabado

Más allá de esta intención, hay otra cuestión fundamental que se resume en la frase que le dijo Jordi Cuixart cuando ya estaba encarcelado: "Evita la prisión. ¡En la prisión no se puede hacer nada!". No se puede hacer nada y, como recuerdan los vascos, convierte al prisionero en rehén del Estado, cosa la cual siempre erosiona la lucha. Ciertamente, un Puigdemont encarcelado no habría podido hacer un pulso al Estado durante años, no habría mantenido la causa catalana en el ámbito internacional, no habría ganado en los tribunales europeos y, sobre todo, no habría hecho evidente la oscuridad de un estado que reprime causas democráticas y destruye derechos fundamentales. Y justamente porque la represión continúa, hace falta que esté libre para poder continuar su acción de denuncia y su lucha política.

Aparte de la cuestión de la prisión, la venida de Puigdemont y su marcha posterior han sacudido la política catalana y la española y han impedido que cuaje la idea de que todo se ha acabado. El gobierno de Illa —con la inevitable y trágica complicidad de ERC— es un artefacto de estado que tiene como misión acabar con el independentismo o, cuando menos, neutralizarlo durante generaciones. La balsa de agua calma, el final del procés, la pacificación, blablablá, con todos los aparatos mediáticos babeando por el triunfo de una Catalunya españolizada y de orden por encima de una Catalunya catalana y en pie. Al fin y al cabo, el triunfo de poner como president de la Generalitat a un defensor fervoroso de la represión, es todo un mérito. Pero la resiliencia de Puigdemont y el coraje de venir, hablar delante de miles de personas y escaparse de los centenares de policías que iban a cazarlo, vuelve a poner en primera línea la causa que nos movilizó en 2017 y que, a pesar de estar herida, continúa viva. Es una apelación directa a la resistencia ante la obediencia; a la determinación ante la resignación; a la memoria ante el silencio.

Sobra decir que también hay otras consecuencias de la venida de Puigdemont, entre otras, poner en evidencia unos cuerpos policiales totalmente sometidos a los jueces españoles y tan desesperados para obedecer al amo, que llegaron a tirar gas pimienta a la gente concentrada, y montar un operativo de persecución de tal nivel, que solo se había montado a raíz del atentado yihadista de la Rambla. El paseo hacia el Parlament, con una larga hilera de mossos armados como si fueran a asaltar una célula del Estado Islámico, fue un espectáculo tan vergonzoso, como lo es todo el que representa. Con respecto al papel de sumisión del conseller Joan Ignasi Elena, y a sus patéticas declaraciones posteriores, solo recordar lo que ya sabemos desde siempre: que hay catalanes que, ante el poder del Estado, siempre han tenido vocación de alfombra.

Como conclusión final, otra evidencia: todo este zarandeo político y las posibilidades que abre de una recuperación del movimiento independentista, se han producido por el gesto de un hombre solo determinado a no dejarse coger, ni a dejarse someter. Esta determinación y la inteligencia estratégica que demuestra, lo convierten en un político único, y en un líder imprescindible. Solo hace falta que el movimiento independentista cure sus heridas y se recupere. Hay causa, hay músculo ciudadano, hay liderazgo y, como demostró Puigdemont, hay partida.