Define el Diccionario de la Real Academia Española (https://dpej.rae.es/lema/responsabilidad-pol%C3%ADtica) la responsabilidad política como “el deber de los gobernantes de cesar en el cargo por el inadecuado ejercicio del poder”. Si apuntamos de manera más específica, el término “responsabilidad” proviene de “responder”, por lo que, en el ámbito político, se trata de “contestar políticamente por los actos” cometidos en ese contexto específico. Como señalaba Rafael Bustos (https://agendapublica.elpais.com/noticia/14992/responsabilidad-politica-responsabilidad-penal-no-mezclen), la responsabilidad política implica dar las oportunas explicaciones en las sedes pertinentes del debate político. Y por ende, asumir las consecuencias derivadas de esas explicaciones: ya sea mediante la dimisión, el cese, el descenso en el prestigio, la pérdida del puesto en un partido político, entre muchas otras opciones. Las explicaciones han de darse cuando el comportamiento ha podido ser irregular en la arena política, sin que deba implicar necesariamente un ilícito penal, administrativo o de otra índole que conlleve el incumplimiento del ordenamiento jurídico. Se diferencia, así, la responsabilidad política de la responsabilidad penal. Esta última implica que haya que responder ante la justicia por haber incumplido lo establecido en las leyes.
Estando como está el panorama político actual, donde la línea entre lo político y lo jurídico se ha difuminado de tal manera que ya es imposible saber dónde empieza una y dónde termina la otra, hace muy complicado discernir de qué tipo de responsabilidad hablamos cuando analizamos los casos que llenan los titulares. Porque parece que cuando tiene que ver con el mundo de los políticos “todo vale”. Y no debería ser así. Ciertamente, se están confundiendo constantemente dos procesos de control de naturaleza totalmente distinta. Con el lawfare tenemos buena muestra de ello: la justicia se inmiscuye en el terreno estrictamente político y llega a pervertir los términos plasmados en las leyes para que sean de aplicación criterios jurídicos donde no se debería. Hablaríamos aquí de jueces metiéndose en política haciendo uso de sus herramientas. Y sucede también al contrario: la condena de la opinión pública, valiéndose de la potencia de los medios de comunicación, cuando no hay reproche en términos jurídicos al no haberse vulnerado la ley. Hablaríamos aquí de políticos haciendo de jueces valiéndose de sus herramientas.
Es goloso para los dirigentes políticos tratar de acabar con el adversario haciendo uso de “la responsabilidad política”, que sin necesidad de tener que pasar por un filtro de proceso judicial (presentando pruebas, respetando las garantías y los tiempos) pueda quitarse del medio a cualquiera que resulte incómodo. Y es que los límites de la responsabilidad política no están claros, pues no hay un marco de pautas establecido donde quede claro lo que se entiende como tal. Un cajón “de sastre” o “desastre” donde removiendo un poco, cualquier cosa puede presentarse ante la opinión pública como un hecho condenable moral o éticamente. Y la moral o la ética dependen mucho de la subjetividad, del contexto y por desgracia, de los intereses de cada uno en cada momento.
Cuando se mezcla la responsabilidad política con la jurídica, cuando interesadamente se difumina la línea divisoria entre ambas, se daña a todo el sistema democrático. Y quienes lo hacen, lo saben, porque se rigen por el principio del “cuanto peor, mejor”. Pero también se empapa la confianza en lo judicial, porque al final, para el común de los mortales, todo es lo mismo, todo es ruido, y ya no se distingue entre quien merece un reproche social y quien es condenado en firme.
Debo reconocer que a lo largo de los años, y con la experiencia que voy adquiriendo, mi percepción ante la responsabilidad política ha cambiado. No porque crea que no debiera existir, que de esto hablaré después, sino porque viendo cómo funciona el aparato judicial, y los medios de comunicación de masas, creo que el concepto ha quedado ya vacío de contenido. Y no sirve para lo que debería. Como tampoco me parece que sirvan ya las investigaciones judiciales viniendo de determinados órganos o jueces, que han demostrado no ceñirse a los principios fundamentales del derecho, sino más bien a una agenda pseudopolítica.
Cuando comencé mi experiencia política, militando en un partido, fui tremendamente defensora de la responsabilidad política. De que la apariencia también era importante, y de que había que ser siempre lo más garantistas posible. Que, ante la sospecha, era mejor prevenir, apartarse y demostrada la inocencia, poder regresar por la puerta grande. En aquellos tiempos, creía que se podía confiar en la justicia, y que lo cortés y lo valiente, era dar un paso a un lado, renunciar a los cargos públicos y no dañar la imagen de la organización mientras algo estuviera generando sospechas.
Sin mecanismos que permitan resarcir debidamente la sospecha, la sombra de duda y el posible menoscabo de la imagen y el honor de una persona, no se deberían exigir responsabilidades más allá de las que dictaminen los jueces
Viendo lo visto, las agresivas campañas mediáticas, el ruido, la mentira y la difamación como deporte, he cambiado mi punto de vista al respecto. Porque he comprobado que es muy sencillo montar una campaña de desprestigio contra alguien que molesta, y que en la mayoría de los casos suele ser quien nada tiene que ocultar. Abrumados por el escándalo, por la presión de tener que demostrar que se es inocente (contrariamente a lo que dictamina el Derecho, donde debería regir la presunción de inocencia, y tener que demostrar la culpabilidad y no al contrario), muchos se aflojan y se retiran. El tiempo demuestra que eran inocentes, pero ya no hay manera de compensar el daño hecho.
Así que ahora lo tengo mucho más claro que antes: sin mecanismos que permitan resarcir debidamente la sospecha, la sombra de duda y el posible menoscabo de la imagen y el honor de una persona, no se deberían exigir responsabilidades más allá de las que dictaminen los jueces. Claro está que, para ello, es imprescindible también que los jueces no jueguen a la política ni a valerse de sus togas para tener una presunción de veracidad a la hora de participar en campañas mediáticas de acoso y derribo.
Si la justicia se dedicase a actuar en lo que le compete, con pleno rigor y garantías, sin pervertir de ninguna manera la interpretación de las normas; si los medios de comunicación se dedicasen a informar sobre hechos comprobados, sobre las distintas versiones de un suceso, y mantuvieran siempre el principio de la presunción de inocencia en sus análisis; y si los políticos se dedicasen a lo que debería ser su labor, sin hacer trampas ni usar dobles varas de medir, entonces sí, la responsabilidad política sería exigible. Supondría una práctica que imprimiría un nivel de excelencia a nuestros dirigentes.
Por el contrario, con tantísimo fango por todas partes, lo que estamos viendo constantemente es que pagan justos por pecadores. Que un escándalo se lleva por delante a cualquiera que resulte incómodo, cuando en realidad no hay delito ni falta, mientras los que cometen auténticas barbaridades quedan absolutamente impunes, protegidos por mantos de armiño imposibles de eliminar. Y de tanto ir el cántaro a la fuente, acabamos como estamos. En un país donde hacer una consulta se considera golpe de Estado, y hacer una protesta pacífica se valora como terrorismo. Y, sin embargo, otros quedan amparados por su inviolabilidad en sus tremendas fechorías; a otros se les perdonan delitos colosales porque han prescrito, y se entierran causas graves de crímenes inaceptables.
En definitiva, para poder hablar de cualquier tipo de responsabilidad, habría que mirar despacio qué tipo de perfiles son los que se aúpan para llegar a los lugares donde se dirigen los partidos, las empresas, los medios de comunicación y los órganos de cualquier índole. Michels y su ley de hierro de la oligarquía lo explican a la perfección. Y como es bien sabido, donde impera la mentira, decir la verdad es un acto de tremendo riesgo.
La corrupción es un mal endémico en nuestro país, que se permite —e incluso se aplaude— dependiendo de quién la cometa. Se retuercen los términos y se justifica lo que haga falta. Como de la misma manera, cualquier chorrada se pretende hacer pasar como un crimen inadmisible, porque el que lo comete debe ser abatido de cualquier manera. La trampa sobre la trampa, una y otra vez.
Y en este panorama, resulta que son los más honestos los que se ven vilipendiados, apaleados y destrozados, mientras los más culpables campan a sus anchas sin ningún tipo de rubor. Todo depende de quién dependa la decisión final. De quién te lo afine. De quién controle por detrás.
Cuando falta la responsabilidad, en su amplio sentido y en todos los ámbitos, da igual que le pongamos la coletilla de “política” o “jurídica”, porque a la hora de la verdad, la inseguridad y la injusticia terminarán imponiéndose. Y precisamente para ello se crearon las normas, se crearon los contratos sociales, se crearon los principios de la ética y del rigor. Tan necesarios como ausentes en estos momentos.