Hay un profesor en Madrid, Joaquín Casanovas, que impulsa una iniciativa que hoy quiero contarte. Porque me parece tan sencilla, y tan brutal, que nos merecemos conocerla. Y, desde luego, plantearnos el reto que nos propone. En el centro educativo en el que este profesor imparte Formación Profesional, están desarrollando un proyecto que tiene como objetivo principal la sensibilización por parte de los jóvenes y adolescentes respecto a los daños que el uso de los smartphones conlleva para su salud.
El proyecto tiene una actividad central que consiste en que los alumnos acepten el reto de vivir 7 días sin usar el móvil. El trabajo completo aborda, desde la fase anterior a realizar el reto, el análisis durante la semana sin móvil, y el efecto producido posteriormente. Resulta que el proyecto ya se ha puesto en marcha, y por lo que nos cuenta Casanovas, está siendo apasionante. Hay profesores que se han apuntado al reto, y se están generando sinergias de comunicación, conocimiento, y sorpresas. En estos momentos el proyecto está en medio de la semana sin móvil. Personalmente, estoy deseando saber los detalles y conocer qué ocurre ahí. Prometo abordarlo y compartirlo con usted, querido lector.
Podría haber esperado a entonces para escribir una columna. Pero he querido hacerlo hoy porque creo que esta es, también a mi manera, una pequeña manera de participar, desde una dimensión diferente, invitando a otras personas a que, en primer lugar, conozcan la iniciativa; en segundo lugar, la analicen, les haga pensar y les remueva algo en su interior. Y por qué no, que de alguna manera nos planteemos algo diferente.
Lo del reto me ha hecho pensar mucho, además, obviamente de generarme interés por mera curiosidad. Me ha hecho pensar en cómo vivirán esos chavales una semana sin eso que ya se ha convertido en una parte más de sus cuerpos. Para ellos será asomarse un poquito a lo que fue mi adolescencia, donde el "bicho este del móvil" aún no había aparecido en nuestras vidas.
Cuando yo era adolescente, recuerdo pasar ratos mirando simplemente a los árboles desde la ventana. Tumbarme en la cama y ver las nubes pasar. Leer porque no tenía nada mejor que hacer. Coger la guitarra, y pasar el rato. Salir a pasear para ponernos al día, mi amiga y yo, de lo que había pasado por ahí. Hacer cualquier chorrada que se te ocurriera, y llenar el tiempo.
Recuerdo los bancos llenos de cáscaras de pipas mientras un corro de chavales charlaban. Recuerdo las risas, las carcajadas en el parque, al anochecer, cuando todos nos encontrábamos en primavera y acudíamos con los "litros" para sentarnos en corrillos donde había guitarras, tambores, canciones, y saltábamos de grupo en grupo. Eso hacíamos entonces. Hoy el Parque de la Constitución de Guadalajara está absolutamente vacío. Yo no veo pandillas por ningún sitio, como las había entonces.
Recuerdo llamar a la casa de mis amigos, tener que saludar a sus familiares, y dejar un recado. Recuerdo así haber entablado conversaciones con las madres, padres, hermanos y hermanas de mis amigas y amigos, y al final hacer lazos. Quedábamos en un sitio, acudíamos, y esperábamos al resto. Más o menos hacíamos nuestras rutinas y nos sumábamos según íbamos llegando: en la esquina del banco, después en los recreativos o en el parque. Escuchaba música. Me enteraba del último disco porque escuchaba la radio, me compraba la revista que me interesaba y pasaba felizmente mis ratos leyendo y recortando lo que me interesaba.
Quiero que mis hijos se aburran un poco. Para ello, cada día me esfuerzo más porque no haya pantallas a su alcance. En esos momentos del aburrimiento es donde surgen muchas cosas
Fotos hacíamos pocas. Había que comprar un carrete, llenarlo, y llevarlo a imprimir. Podían pasar años hasta que conseguías ver esas fotos de aquel cumpleaños. Y era graciosísimo repasar las caras de cada quien y cada cual. Porque la foto no se solía repetir, y allá cada cual como saliera. Por eso son tan geniales. No había filtros ni chorradas. Éramos nosotros, haciendo casi siempre el loco. Con esos pelos, con esas pintas. No nos preocupaba realmente cómo íbamos a salir, sino que esa foto era el momento especial que queríamos recordar. El viaje, el cumpleaños, la fiesta de fin de curso.
Íbamos a un concierto y cantábamos, saltábamos, pero no recuerdo hacer fotos. Si salía en el periódico después, te la guardabas. Y la entrada, en el corcho de la pared. Donde tenías las fotos del "fotomatón", la etiqueta de aquella primera birra, el teléfono apuntado en la servilleta de un bar, el billete del metro, el primero de avión, y una flor. Ahora me parece que ya no hay corchos de aquellos en las paredes de nuestros adolescentes. Porque lo tienen todo en un móvil. Las fotos, los billetes, los teléfonos apuntados.
Ese corcho a veces tenía cosas que ya no te apetecía ver. Y hasta que no dabas el paso de guardarlas (o de tirarlas), se te aparecían como un resorte y te hacían volver a pensar en ello. Recapacitar, y revisar. En definitiva, aprender. Eso con el móvil no pasa, o pasa diferente. Muy diferente.
Mis hijos son todavía pequeños, pero procuro por todos los medios que se aburran. Sí, ha leído bien. Quiero que mis hijos se aburran un poco. Para ello, cada día me esfuerzo más porque no haya pantallas a su alcance. En esos momentos del aburrimiento es donde surgen muchas cosas: sobre todo el reposo, el pensamiento, la creatividad. Y no sé si somos conscientes de lo importantísimo que es eso.
Algunos pensarán que es mejor no oír el "mamá, me aburro" de fondo, esa media pataleta que perturba nuestra calma. Y muchos sucumbirán facilitando una pantalla para que se pongan a ver lo que sea, a jugar a lo que sea, y a estar entretenidos un rato. En el pecado llevaremos la penitencia.
Siete días sin móvil me parece un reto apasionante. Porque nos obligará a reposar, a mirar los árboles y las nubes. A tener nuestra mente en silencio. A no estar siendo bombardeados constantemente por información que no queremos ni necesitamos. Que de pronto tengamos espacio para dejar que nuestra mente nos sorprenda, se acuerde, proyecte. O sencillamente, descanse.
Qué bonito también tener que hablar con gente más allá de la gente con la que queremos hablar: y saludar a la madre de tu amigo, o a su hermano, aunque sea dos minutos. A tenerse que parar a charlar en el parque, y hasta comer pipas. Buscar en la tienda lo que necesitas comprar, y si no lo tienen, encargarlo y que te toque esperar. Y recuperar ese ritual de valorar la espera, de irlo a buscar. Aparcar por un momento la facilidad de la inmediatez del clic.
Y otra cosa importante: volver a estar donde estás, y a no estar cuando no estás. Es decir, que si alguien quiere encontrarte, será porque estés en un momento, en un lugar. Pero que también tengas derecho a no estar para nadie, y que eso sea parte normal de tu cotidianeidad. Porque ahora la sensación de estar constantemente localizable, y que si no lo estás es por algo, es otra más de las libertades que se han esfumado.
Da para mucho esto del reto. Acaba de empezar y fíjense la cantidad de cosas que nos han invitado a pensar, y las que, si se anima a seguir, irán surgiendo. Seguramente me esté leyendo en un móvil, tiene guasa. Será momento de hacérselo mirar. ¿Se atrevería?