El expremier británico Boris Johnson suscribe una biografía de Winston Churchill, El factor Churchill, en la que mantiene que "un solo hombre puede marcar la diferencia y cambiar el rumbo de la historia". Quizás sí. Sin Churchill es posible que los tories hubieran llegado a un acuerdo con Adolf Hitler en 1940 cuando este ya había desencadenado su ofensiva en Europa. La pregunta es obligada: ¿y si fuera así en el caso del retorno que nos ocupa? Es decir, que el retorno per se del llamado Legítim lo cambiara todo tanto que Catalunya culminara la independencia, por efecto, precisamente, de este mismo retorno; talmente como si fuera el punto de inflexión para "cambiar el rumbo de la historia", como la irrupción de Churchill, según Johnson, en aquella Europa amenazada por los totalitarismos.

Aparentemente, así lo ve el entorno más próximo al president legítimo, como el presidente de la ANC Lluís Llach, uno de los incondicionales de peso y azote de los republicanos. "Es tanto que lo es todo", ha dicho en alguna ocasión el también exministro del Consell de la República. Buena parte de la dirección de su partido también proyecta —otra cosa es que todos se lo crean— esta misma visión que inevitablemente toma un aire mesiánico. Afirman que es el líder o referente "moral", un valor intangible, un líder espiritual, invencible, a quien prácticamente se tiene que rendir culto. Con Él, la fuerza nos acompaña, parece que se dicen. Y quizás es verdad que el imperio tiembla como si tuvieran delante al mejor Roger de Flor y a sus almogávares. No es menos cierto que más allá de estas consideraciones más que interesadas, todos admiten que el president legítimo es el líder absoluto, en el sentido más materialista y político. Al menos en privado. Nada de calibre se mueve en el partido sin su aquiescencia.

Vayamos por partes, pues. Resolvamos algunas incógnitas terrenales más allá del aura imperial, casi mística, que se ha edificado sobre el personaje, como si estuviera dotado de una especie de poderes sobrenaturales —espada láser en mano— que pueden obrar milagros, que quizás sí.

¿Esta vez sí?

Lo ha prometido infinidad de veces desde el 2017. Muchos de sus íntimos se lo habían sugerido. Algunos incluso implorado, patrióticamente conscientes o pensando que hacia el 2018 y 2019 el retorno repentino podría haber hecho saltar por los aires el tablero político. Parecería que ahora —después de siete años— va sinceramente en serio. El retorno ya no es solo un cebo electoral. Cruzar la frontera tiene el efecto inmediato de condicionar la investidura, de redoblar la presión en ERC para doblegarse a la voluntad de Junts y tragarse la repetición electoral. Este es el legítimo propósito partidista después de un resultado discreto —solo el hundimiento republicano lo maquillaba— que dejó el independentismo huérfano de mayoría y a Salvador Illa claramente por delante.

¿Illa o Puigdemont?

¡No fastidiemos! La disyuntiva siempre ha sido Illa o elecciones. Aritmética elemental. Desde mayo del 2024, el independentismo no suma ni contando los votos de Aliança Catalana. Inicialmente, se pretendió que el Legítim —él mismo alimentó esta posibilidad— podría ser escogido —él, sí— con los votos del PSC. Una argucia que no tenía ni pies ni cabeza.

Los juntaires, el puigdemontismo en general, exhibe desacomplejadamente un mesianismo integral, compatible con una fijación obsesiva con los republicanos, chivos expiatorios de todas las frustraciones e impotencia

Una segunda cuestión es si la repetición electoral haría recular al PSC. Nada lo hace prever, al menos demoscópicamente. Junts necesitaría con la repetición dar un mordisco colosal a ERC para empatar en votos con el PSC. Pero eso tampoco garantiza una mayoría independentista en el Parlament. La paradoja —una de tantas— es que ahora resulta que Puigdemont necesita ampliar la base, porque por mucho que barriera a ERC —un deseo inconfesable—, seguiría ante un Parlament de Catalunya claramente hostil si no amplía —en lugar de fagocitar— la base de votantes independentistas.

Hay quien considera que para digerir un pacto con Illa es necesario una segunda vuelta. Es una cuestión de estómago. Comprensible, pero visceral. Si a Illa (PSC) le va mejor y a ERC peor, es obvio que ERC pactaría más debilitada. Si no es que la fuerza dibuja un Parlament de signo opuesto al actual. Que quizás sí.

El qué o el quién

Mientras los republicanos tienen la necesidad de poner el foco en el qué, los juntaires solo lo ponen en el quién. Los republicanos optan a recomponerse en la oposición. Apuestan por acuerdos programáticos, de país, conscientes o no que, lleguen al acuerdo que lleguen, será reprobado del derecho y del revés, cuando no considerado un acto de lesa traición a la Patria. Ya se sabe que de pasar del lado bueno de la fuerza al malo solo hay un paso. Mal asunto. El chaparrón que les espera si desafían el legitimismo será bíblico.

Los juntaires, el puigdemontismo en general, exhibe desacomplejadamente un mesianismo integral, compatible con una fijación obsesiva con los republicanos, chivos expiatorios de todas las frustraciones e impotencia. Waterloo ha dejado en el baúl de los recuerdos toda veleidad insurreccional y toda cuanta proclama retórica de los últimos años. Ahora, todo se fundamenta en la restitución, como un acto formal de reparación. El Legítim es principio y fin. La prioridad absoluta es ahora recuperar la propia presidencia de la Generalitat. De aquí también la jugadamestra inverosímil —una más del género de ficción— de pactar la restitución con el PSOE del 155.

La decisión de la militancia republicana

Todo apunta a que la dirección republicana ha cerrado un acuerdo sustancial con el PSC a cambio de los votos de investidura, que tiene en la financiación —punto central de todas las preocupaciones— la piedra angular. Qué puede pasar es toda una incógnita con una militancia desconcertada y un partido que no pasa precisamente por su mejor momento. Con un problema añadido: la credibilidad en el cumplimiento de los acuerdos, lastrado también por las ínfimas ejecuciones presupuestarias. ¿Hay mecanismos para garantizar el cumplimiento?

Públicamente, desde el independentismo, nadie se ha significado hasta ahora a favor del acuerdo, más allá de contados pronunciamientos personales. El veterano Joan Tardà, con más o menos acierto, brilla en solitario en este apartado. En contra, sí, incluso desde las propias filas. Ahora ya con un in crescendo externo. Lidera Junts y toda la artillería mediática habitual. También el mismo Puigdemont —más moderado últimamente ni que sea para no morder prematuramente la mano que le tiene que auxiliar—, que aspira ahora a arrastrar las bases republicanas para triturarlas a continuación. O el mismo presidente de la ANC, en sintonía absoluta con Junts/Puigdemont. De momento, los dos con pocos decibelios para no provocar una reacción contraproducente de entrada. La artillería pesada suele ser reactiva.

El chivo expiatorio

Salvador Illa no es José Montilla. Es cierto. Sin embargo, el mundo convergente le dijo de todo entonces a Montilla. Este PSC no es aquel de Montilla de "te queremos mucho, Zapatero, pero queremos más a Catalunya" ni el de Pasqual Maragall, como recordaba el Legítim. Lo que no recordaba, sin embargo, el Legítim es que él mismo, aquel 2003, había reprobado aquel Tripartito de Maragall con los mismos argumentos que utiliza ahora para anatematizar todo acuerdo que no pase por él. Trampas, las justas, que la memoria no es tan frágil.

Una paradoja de ungir a Salvador Illa al frente de la Generalitat es que este incorporara finalmente a los Comuns en el Govern. Hoy por hoy, parece muy obvio que los republicanos pasarán a la oposición de todos modos. Si no es que la militancia rechaza el acuerdo, que entonces querría decir que el Govern Aragonès podría seguir en funciones hasta el Carnaval del 2025, como mínimo. Pero que el resultado de una investidura fuera que los Comuns entraran en el Govern después de que estos mismos tumbaran los presupuestos y fueran la espoleta del adelanto electoral, sería difícil de digerir y de explicar. Sin obviar, el recuerdo todavía está vivo, lo que ha ocurrido los últimos años en el Ayuntamiento de Barcelona.

No es menos cierto que el Legítim es el artífice de un jaque al Govern Aragonès —que quiso ser mate— desde el primer día y sin tregua. No solo torpedeó el acuerdo de gobierno, castigó con el ostracismo a su autor juntaire: Jordi Sànchez. Además que la presidenta del Parlament, que lo era gracias a los votos de ERC, se apresuró a ejercer de implacable jefa de la oposición. Tanto que al principio silenció a Illa. Y el remate: es Puigdemont quien impulsa y ordena una moción de censura contra Aragonès que tomó la forma de cuestión de confianza ante la imposibilidad en presentar a un candidato alternativo a Aragonès. Tampoco tendría que ser fácil para los republicanos olvidarlo. O quizás sí.