Hay una revuelta menos aparatosa que quemar contenedores en Urquinaona, menos mediática que acampar en plaza Catalunya y más silenciosa que gritar que “els carrers seran sempre nostres”. Pero es una revuelta más duradera, más contundente y, sobre todo, de consecuencias más estructurales: la revuelta de una generación que ha tomado la decisión consciente de no tener hijos. Lo pongo en colectivo porque aunque en última instancia es una decisión individual o en pareja, hay un patrón generacional. Consideran que no pueden, que no quieren, que no están en condiciones, que no los podrán mantener, que no los desean, que tienen otras prioridades, que no osan, lo que sea, pero llegada la fase de capacidad biológica renuncian voluntariamente a la descendencia.
Los factores son múltiples, no únicos (muchas veces es la suma de unos cuantos) pero el resultado demográfico es evidente y demoledor: según el Idescat, en Catalunya la tasa de fecundidad es de 1,11 hijos por mujer, muy lejos de los dos que se requieren para garantizar la siguiente generación vegetativa y además la gráfica está en descenso constante desde hace 17 años, es decir, una generación en términos históricos. El año 2023 (el último del que se tienen datos), en Catalunya nacieron 54.217 hijos de madres residentes en Catalunya. Esta cifra representa un descenso del 3,8% respecto al 2022 y está a años (de dar) luz de los 89.024 que hubo en 2008.
No hay nada más antisistema que evitar que el sistema se perpetúe en la siguiente generación
Esta revuelta de los sin hijos es la revuelta más antisistema de la historia reciente de Catalunya. Mucho más impactante que las otras que se han autodenominado así. Porque no hay nada más contrario al sistema que impedir que este sistema se perpetúe en la siguiente generación y que, por lo tanto, deje de existir tal como lo hemos conocido. Otro ingrediente necesario para ser considerado revuelta es que —como mínimo— incomode a las generaciones mayores y genere en ellas la tentación de juzgarlos, sentenciarlos y condenarlos. Me alejo de eso y opto por hacer lo que mejor se puede hacer en las revueltas: escuchar el malestar que las genera. También es verdad que esta es la peor revuelta para ser escuchada porque es silenciosa, se manifiesta por acción pasiva y se alarga con los años. Es decir, no hay un símbolo ruidoso, vistoso y puntual, sino que es la suma de muchas renuncias a la que se llega después de una profunda reflexión y que, por cierto, no se expresa con pintadas en las paredes. Y, aunque no hay conciencia de revuelta colectiva, sus efectos sí que lo son. Si por revolución se entiende alguna cosa que cambie la Historia, esta lo es.
Por si no ha quedado claro, no estoy juzgando (más allá del lamento colectivo, nacional y lingüístico, pero individualmente cada uno es propietario de su vida). Más bien constato y, sobre todo, intento entender esta decisión tan íntima pero tan racional. Tan racional que incluso vence al instinto biológico de la procreación, uno de los más poderosos de la naturaleza junto con el de la propia supervivencia. Ejemplo de esta comprensión adquirida: es la primera generación que a la hora de pensar si tiene hijos o no ya incluye un elemento inédito hasta ahora: el de considerar que la destrucción del planeta ya no es un escenario descartable y que precisamente, el horizonte se situaría cuando sus hipotéticos hijos fueran mayores. Este es un extremo casi filosófico, el de encontrarle un sentido a una nueva vida. En el terreno más práctico e inmediato están los sueldos bajos, los precios altos, los alquileres imposibles y, sobre todo, la sensación de inestabilidad permanente, es decir, los pilares básicos de cualquier comunidad que se quiere arraigar en un sitio concreto.
La generación anterior no les hemos dejado el campo abonado para que repitan el ciclo de la vida
Pero si el precio de la vida es igual de alto para todo el mundo, ¿cómo es que (tal como reflejan los datos del Idescat) las personas venidas del extranjero sí que se lanzan a tener hijos? Muy sencillo y dramático de explicar: en este caso los padres sí que ven un motivo y reto de progreso y piensan que, por poco bien que les vaya, sus hijos vivirán mejor que ellos, que incluso han tenido que emigrar del lugar de donde nacieron. En cambio, los autóctonos ven el vector en sentido contrario: no consideran que la próxima generación viva mejor que ellos cuando a duras penas ellos han podido llegar a la calidad de vida de sus padres. Eso es vivido como un fracaso vital que se acaba volviendo incompatible con la reproducción.
Es una revuelta dolorosa, tanto, que incluso hace daño a los propios potenciales padres, que, en algunos casos, viven con malestar vital esta decisión consciente de decidir no tener hijos. Y es que todo ello también es un grito silencioso de denuncia contra la sociedad en que nacerán; un mundo que no gusta ni siquiera para dejar rastro genético. Y eso también interpela (palabra que detesto) a la generación anterior porque no les hemos dejado el campo abonado para que repitan el ciclo de la vida. Lejos de eso les hemos reprochado —y además haciendo una caricatura de ello— que prefirieran tener un perro a un hijo o que optaran por viajar e ir de festivales en lugar de formar a una familia cuando, en realidad, el drama es el simple hecho de tener que escoger entre una cosa u otra.