Todo lo que pasa en la política parece muy pensado para disimular que la única base existencial de la nación española es la monarquía. Visto con perspectiva, Pedro Sánchez es la continuación del populismo que se puso en marcha en la época dorada del régimen del 78, cuando Felipe VI se casó con la reina Letizia. Dejando de lado el posible enchochamiento del entonces príncipe por la chica plebeya, la Corona vio una oportunidad, en aquel casamiento: primero para cerrar la Transición haciendo olvidar su pasado autoritario y, segundo, para liberarse de la presión que las élites de Madrid hacían para poner la Corona al servicio de sus obsesiones centralistas.
La boda tuvo efectos modestos y la monarquía navegó el proceso catalán como pudo. A pesar de la abdicación del rey Juan Carlos, la Corona perdió el poco barniz popular que le quedaba en 2017, cuando Felipe VI se puso del lado de los poderes duros de Madrid para neutralizar los efectos políticos del 1 de octubre. Si el Rey no hubiera perdido la cara, Sánchez no habría llegado a ser nunca presidente del Gobierno y el PSOE habría sido liquidado por Ciudadanos y Podemos. Merece la pena recordar que Sánchez era el político más despreciado de todo el clan de dirigentes jóvenes que el Estado promocionó para combatir las dinámicas democratizadoras del procés.
Desde que cayó el Antiguo Régimen, la monarquía española ha vivido a merced de las comedias que Madrid orquesta para mantener a los catalanes a raya. Antes de esta crisis, Catalunya ya tuvo un papel central en las dos caídas de los Borbones y en las posteriores restauraciones. Tanto Isabel II como Alfonso XIII cayeron cuando la fuerza política de Catalunya desbordó la polarización de los discursos del mundo madrileño. El problema no es que Catalunya sea republicana, sino que la monarquía construyó la nación española sobre la exclusión de Catalunya y la catalanidad y no sabe cómo superar este pecado de origen. Como pasa con el catolicismo, el problema es Roma, más que los catalanes.
Con el clima bélico que hay en el mundo, Catalunya hace bien de no moverse mucho, y de dejar que los genios de Madrid se vayan estrangulando con su propia cuerda
Ahora la Corona ha vuelto a caer prisionera de las comedias polarizadas que Madrid orquesta para no perder el control de Catalunya. Tanto da que el PP pida ilegalizar los partidos independentistas, porque la independencia ya ha sido prohibida por el mismo rey y por los socialistas. Lo importante es qué va a pasar con el vacío de legitimidad que la falsa polarización de la política producirá a largo plazo. Las dos restauraciones borbónicas se hicieron comprando las élites catalanas después de una represión violenta. El general Prim fue asesinado después de haber bombardeado Barcelona; Cambó murió en circunstancias extrañas después de haber financiado el ejército fascista que ganó la Guerra Civil y tuteló el retorno de la monarquía.
El elemento más importante del discurso que el rey Felipe hizo esta Navidad era la fotografía de la princesa Leonor que lucía en su despacho. Al Rey solo le interesa asegurar la sucesión, es decir, dejar la corona a su hija. Si Felipe VI se ha atado a la suerte de la Constitución es porque no hay ningún otro símbolo disponible para disimular que el llamado pueblo español es una creación de la Corona y su ejército, no el fruto de ningún proceso histórico donde el pueblo haya tenido protagonismo. La famosa guerra de independencia contra Napoleón acabó con la vuelta de Fernando VII. La ruptura definitiva con el antiguo régimen vino de una revolución liberal liderada por Catalunya; primero en forma de monarquía italiana y después en forma de república.
Como siempre, pues, los políticos catalanes se han sumado a las llamadas fuerzas progresistas por impotencia, porque la única manera que tienen de presionar al rey es con la amenaza de destronarlo. Como siempre, también, el rey se defiende atándose a instituciones y leyes caducas que dejan su futuro en manos de los sectores más reaccionarios de Madrid. Mientras tanto, el pueblo catalán, repartido por toda la antigua corona de Aragón, se va alejando de las instituciones para protegerse de ellas y los políticos extreman sus comedias para que la película no se quede sin público. Vox gobierna en València y en las Balears y todo lo que puede hacer es retirar cuatro subvenciones y aprovechar la fuerza de los inmigrantes analfabetos. Los tiempos han cambiado y la violencia política ya no es lo que era.
Con el clima bélico que hay en el mundo, Catalunya hace bien de no moverse mucho, y de dejar que los genios de Madrid se vayan estrangulando con su propia cuerda. Los climas pasan. Cuando el mundo se haya cansado de derramar sangre y las anexiones de territorios hayan vuelto a pasar de moda, veremos qué distancia hay entre el pueblo catalán y la monarquía, y qué actores quedan en pie en Europa. En España hoy todos los actores históricos intentan sobrevivir atados a su estaca, mientras la globalización entra sin control y la confusión y el caos se propagan. Si llegamos al otro lado del río no será sin magulladuras, en esto tiene razón Pau Vidal. Pero no somos los únicos que tenemos problemas, ni siquiera los que tenemos más números para pringar —evidentemente, si no damos la guerra por perdida.