Corría el año 1469 y los infantes Fernando e Isabel, de las casas reales de Catalunya-Aragón y de Castilla-León fueron casados en secreto. Ni pompa ni boato. Si bien es cierto que Europa todavía renqueaba por los terribles efectos de la peste negra, sorprende el hecho que a los dos pretendidos artífices de la unidad hispánica -tótems de la españolidad contemporánea- los casaran a toda prisa y a escondidas. Una situación estrambótica que pone al descubierto la fabricación del falso mito de la unidad española, edificada sobre la unión matrimonial de Tanto Monta i Monta Tanto. El falso mito de "la nación más antigua de Europa" siempre en boca de los mandatarios españoles actuales y pasados.
El viaje al poder
Para alcanzar los respectivos tronos Fernando e Isabel tuvieron que sortear incontables obstáculos en un camino de cuestas y curvas digno de una buena historia de espías. Cuando los casaron ninguno de los dos ostentaba la condición de herederos. Cuando menos, reconocida. En Castilla los partidarios de Isabel fueron liquidando –físicamente- a todos aquellos que la precedían. En Catalunya, en cambio, los partidarios de Fernando tejieron una red de alianzas -negociada con todos los sectores de la sociedad- para imponer a su candidato. La celebrada transversalidad catalana inspirada en la finezza italiana. La cultura del “pas al costat” que ha perdurado en el tiempo. Detalles que explican, también, la opuesta cultura política que diferenciaba –y diferencia- a Castilla y Catalunya.
En 1474 –cinco años después del bodorrio exprés- Isabel ya había enterrado a todos sus rivales. Fue coronada reina de Castilla y de León. Todo en un pack. En cambio, Fernando tuvo que esperar cinco años más –los obligados tempus que imponen los pactos- hasta que su padre –la última condición- se fue por causas naturales. En 1479 –cinco años más de espera- Fernando era coronado rey de Aragón, rey de Valencia y conde de Barcelona. Significativo, porque explica que los estados catalano-aragoneses se organizaban de forma diferente. Fernando no pudo hacerlo de golpe. Tuvo que jurar el cargo en Barcelona, en Zaragoza y en Valencia ante las respectivas Cortes.
Tú a Londres y yo a California
A partir de este hecho se les vino mucho trabajo encima y se les complicó la vida. Se convirtieron en una versión posmedieval del “Tú a Londres y yo a California". La razón de estado todavía no había sido explicada, pero los reyes ya ejercían plenamente. Isabel, en Toledo –Madrid no sería capital hasta ochenta y dos años más tarde–; y Fernando, en Barcelona. Una separación de estado que ya era efectiva desde el día siguiente de la boda y que explicaría, además, la ausencia de descendencia de la católica durante aquellos años. Cuando menos, de vástagos católicamente legítimos. Fernando no fue nunca rey de Castilla. Ni coronado ni considerado como tal. Y cuando enviudó, en 1504, la corte castellana le cerró la puerta en las narices con la solemne expresión “viejo catalanote, vete a tu nación”.
Los casos de Granada y de Navarra
Antes de enviudar, sin embargo, Fernando se ocupó de la conquista de Granada. En 1492, Granada era el último reducto musulmán en la Península. Ocupaba el territorio que hoy corresponde a la mitad oriental de Andalucía. Era un foco de cultura. Un oasis de producción artística. Y también una sociedad marcada por unas diferencias muy acusadas. Granada fue incorporada por la fuerza. Nada de negociaciones, ni pactos, ni matrimonios. Una conquista militar con todas las consecuencias. Con la acción conjunta de las armas de Fernando y Isabel. No obstante, curiosamente, fue constituida en una especie de entidad autónoma integrada en el Estado castellano. Fernando tampoco tuvo nunca poder sobre Granada.
El caso de Navarra no es muy diferente. En 1512 Fernando ya era viudo y viejo. Pasaba los días en Barcelona. Pero la nueva reina de Castilla –su hija Juana- había sido marginada de los grandes asuntos de estado. Se decía –falsamente- que estaba loca. La nobleza castellana que velaba armas lo llamó. Fernando era un pariente lejano de los reyes navarros y se quería que con su presencia quedara legitimada la conquista de Navarra. Fernando, que tenía muy interiorizada la cultura del pacto, se avino a liderar al ejército castellano. Navarra sería castellana -para su hija Juana-. Y a cambio, nadie pondría inconveniente a la pretensión de convertir a uno de sus hijos ilegítimos en el heredero de la corona de Catalunya y Aragón.
El caso de los judíos y los banqueros alemanes
Obviamente los pactos no se respetaron. Navarra fue incorporada a Castilla -en 1516-, con un estatus similar al de Granada. Pero Fernando no pudo fundar una dinastía propia que habría cambiado el curso de la historia catalana. Y no tanto por la oposición de la nobleza castellana, sino por las maniobras políticas de los banqueros alemanes que administraban la fortuna de su hija Juana.
El vacío provocado por la expulsión de la comunidad judía –pocos años antes- había sido ocupado por los poderosos banqueros alemanes. La corte financiera del flamenco Felipe, el marido. Entonces Castilla era una fuente inagotable de recursos. Ajenos. El oro y la plata americana llegaban a Sevilla sin descanso. Y se marchaban hacia Alemania, también, sin cesar. Los negocios no han sido nunca amigos de los proyectos ambiciosos. Escenarios inestables, dicen. Y los intereses alemanes convirtieron los pactos de Navarra en papel mojado.
¿Quién impulsó el matrimonio de los Reyes Católicos?
Esta cuestión siempre ha estado cubierta de un halo de misterio. Sabemos que la gran rival de Isabel fue su sobrina -casada con un rey portugués. A priori, todo apunta la existencia de dos focos opuestos –Catalunya y Portugal- que rivalizaban para devorar Castilla. Eso explica el caos y la fractura que imperaba en Castilla. El partido aragonés y el partido portugués. Pero los matrimonios que Fernando concertó para sus hijos nos revelan la existencia de un proyecto que iba mucho más allá de una pretendida unidad hispánica: el viejo sueño de la unificación europea. Un proyecto que, con el tiempo, acabó arruinado en los campos de batalla europeos.
Los descendientes de los Reyes Católicos nunca se titularon reyes de España. Habría sido abstracto y habría resultado pretencioso. Los estados que gobernaban se organizaban a la manera catalano-aragonesa. Gráficamente se podría ilustrar como la existencia de múltiples coronas de varios tamaños y de materiales diferentes superpuestos –con equilibrios y dificultades que desafiaban la gravedad– sobre una misma cabeza. El primero que fundió todas las coronas y se tituló rey de España fue el Borbón de la Nueva Planta, en 1715. Para conseguirlo tuvo que conquistar militarmente los estados de la corona de Catalunya y Aragón. Y reducirlos a la categoría de simples provincias de Castilla.