Hace tiempo que es bien visible una corriente ultranacionalista en el seno del movimiento independentista, una corriente que se muestra con todo su esplendor en las redes sociales y que, mayoritariamente, se expresa con una adhesión incondicional hacia una fuerza política en permanente purga y refundación en imagen y semejanza del maoísmo.

En las fiestas de Gràcia increparon a la alcaldesa Ada Colau que comparecía sonriendo al lado de Jordi Cuixart. La cuestión es que la alcaldesa invita a hacer el pregón a una persona que se ha pasado los últimos cuarenta y cuatro meses encarcelado por el 1 de octubre. Y nuestros ultras contribuyen al pregón aportando la habitual crispación a la que nos están acostumbrando.

Ada Colau no es independentista. No ha engañado a nadie en este sentido. Aun así fue a votar el 1 de octubre y legitimó aquella jornada. Sumó aunque se implicó, desde el punto de vista organizativo, entre poco y nada. Por no decir que si por ella hubiera sido no hubiera habido ningún 1 de octubre. Pero finalmente votó y este gesto fue extraordinario aquel día, de un valor incalculable.

Nuestros ultras silban a Colau porque son ultras. No por ella. Silban a Colau como arremeten contra Oriol Junqueras o tantos otros, como reprueban a Cuixart por abrazar al ministro Iceta. Y si bien es cierto que el gesto puede llegar a ser angustiante, no es menos cierto que da rabia a todos los ultras, los de aquí y los de allí, da rabia a todos los que ven el mundo en blanco y negro.

La Catalunya ultranacionalista existe y tiene y ha tenido una fuerte presencia institucional, es profundamente identitaria, excluyente y busca la 'nitidez' para singularizarse.

La única infamia que ha perpetrado Ada Colau es haber aceptado un pacto de investidura con la derecha xenófoba para privar a Ernest Maragall de la alcaldía de Barcelona. Y este es también, todo sea dicho con el máximo respeto, un reproche que se podría hacer a Cuixart, que durante aquellos días asistió a la maniobra de Colau impertérrito. Él, que se ha significado por abrazar a todos aquellos que pueden compartir luchas, prefirió callar que protestar ante el pacto que mantenía a Colau en la alcaldía gracias a los votos de la derecha extrema.

¿Y dónde estaban nuestros ultras cuando todo así sucedía? Pues sencillamente no estaban. Sus referentes estaban lejos de la alcaldía y preferían infinitamente antes un pacto como el que se perpetró que un gran acuerdo entre soberanistas de izquierdas, unos autodeterministas y los otros independentistas. Nuestros ultras protestaron aquellos días, eso sí, porque la republicana Mireia Ingla conseguía la alcaldía en Sant Cugat del Vallès mientras callaban ante la investidura de Núria Marín en la Diputación de Barcelona.

¿Por qué motivo? Es simple, nuestros ultras por encima de todo son ultras, herederos de una nacionalismo de derechas que no entiende que Catalunya es una sociedad mestiza que solo saldrá adelante sumando una mayoría imparable y no fomentando una minoría ruidosa que ha hecho de la confrontación cainita su única razón de ser.