Miguel Carballeda, presidente del Comité Paralímpico español, definió sus equipos como “la Roja coja”. Corría el año 2012 y los atletas se disponían a ir a los Juegos de Londres. El verano pasado, la selección de fútbol femenina ganó el Mundial, un triunfo no solo deportivo, sino también social, que quedó eclipsado a los pocos minutos por el “piquito” del presidente de la federación, Luis Rubiales, y todo lo que pasó después.
Entre "Gibraltar español" y "Lamine, come jamón", por las calles de Madrid, siempre se acaba imponiendo una imagen casposa que también es muy metafórica de lo que pasa en España
El fútbol es un gran espejo de la sociedad. No digo nada de nuevo si argumento que en la selección española masculina que acaba de ganar la Eurocopa, se ve aquello que José Luis Rodríguez Zapatero bautizó como la España plural. Debe pasar con todos los países. Pero el conocimiento de la realidad hace que un ciudadano administrativamente español entienda que los apellidos Cucurella y Carvajal representan realidades diferentes. Y que el apellido Olmo, bilingüe de Terrassa, o el apellido Torres, bilingüe valenciano, explican una realidad. Como lo explica Unai Simon, de madre Ertzaina y padre Guardia Civil. O cómo lo explica Lamine Yamal, de padre marroquí y madre de la antigua Guinea española, criado en el barrio de Rocafonda de Mataró, trilingüe, que celebra los goles dibujando el 304 con la mano, el código postal del barrio. O Nico Williams, negro con acento vasco, nacido en Pamplona, cuyos padres saltaron la valla de Melilla desde el monte Gurugú, y cuyo hermano juega con Ghana.
Sobre todo esto se ha escrito ya mucha literatura y representa una España real en la cual mucha gente se sentiría cómoda. Pero… Siempre hay un pero. Resulta que toda esta explicación, se derrumba como un castillo de naipes, cuando se desata el patriotismo y en la celebración el grito más repetido es “Gibraltar español”. Que vendría a ser como si Marruecos gana el Mundial y sus jugadores se dedican a predicar la españolidad de Ceuta y Melilla. No seré yo quien defienda, a pesar del Tratado de Utrecht, la normalidad de que aquella roca sea británica, de la misma manera que es extraño que en el norte de África haya dos ciudades españolas. Bien, y unas cuantas llamadas plazas de soberanía: Chafarinas, Vélez y Alhucemas. Pero, en fin, la historia es la historia y los gibraltareños quieren ser británicos y los ceutíes y melillenses, españoles.
El caso es que, como con la “roja coja” y el “piquito”, entre “Gibraltar español” y “Lamine, come jamón” por las calles de Madrid, siempre se acaba imponiendo una imagen más casposa que también es muy metafórica de lo que pasa en España. Que hay una fuerza centrípeta que tiende a querer uniformizarlo todo, en contra de toda realidad y de la ley de la gravedad. Y es entonces cuando la roja coge a un extraño, pero siempre familiar, color azul.