Cuando Josep Rull fue proclamado presidente del Parlament, era difícil de imaginar que el camino que se abría era flor de un día. Su discurso fue emotivo, de país y lo podía haber suscrito casi punto por punto cualquiera de los 20 diputados republicanos. Incluidas las citas a Espriu, también las que se ahorró ("a veces es necesario...") de aquel memorable verso de La pell de brau.
Rull fue escogido gracias a los votos juntaires y republicanos más, en esta ocasión, los cupaires. Como Erra o con anterioridad Borràs. Los republicanos sí que pagan por adelantado. El independentismo había perdido claramente la mayoría absoluta el 12 de mayo. De hecho, ya había perdido con la ruptura de una mayoría gubernamental y parlamentaria que hacía una década que estaba viva. Pero la particular votación diseñada para escoger la Mesa del Parlament y su presidente permitieron el espejismo de que el de Terrassa fuera ungido al frente del Parlament. Nada hacía prever que fuera tan efímero y, todavía menos, que el siguiente episodio, el retorno, sería como un epitafio a una recomposición de las alianzas entre republicanos y juntaires. Peor, imposible.
Pocas veces se ha construido un castillo de arena tan pretencioso como débil y estéril
La compleja decisión de la militancia republicana de bendecir la ambiciosa y al mismo tiempo arriesgada apuesta de la dirección, hizo estallar un mundo cautivo de la ira que solo ve en blanco o negro. La reacción ha sido furibunda, impropia de cualquier espíritu conciliador. De verdad que es muy cierto que del amor (interesado) al odio solo hay un paso. Para los republicanos era diabólico. Un acuerdo arriesgado o dejarse arrastrar a unas nuevas elecciones, a tentar la suerte, el clavo ardiendo al cual se aferraba Waterloo después de que el PSOE descartara ceder la presidencia. Sí, la memoria es frágil. La primera apuesta de Waterloo después del 12-M fue pretender pactar la presidencia de la Generalitat con el PSOE, como antaño Mas. Ya lo dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. ¿A cambio de...? A cambio de la presidencia. Y punto.
El presidente Rull y el hombre de partido
Rull es y será un buen presidente del Parlament. Su elección es un acierto y un reconocimiento a un hombre valeroso. Y tiene un deje de justicia poética después de su paso por Lledoners. Rull también es un hombre de partido, muy de partido, sin ningún tipo de duda. Es puro ADN convergente/juntaire. Pero, al mismo tiempo, es un tipo honesto que rehúye el sectarismo, que concilia y que a menudo predica con el ejemplo. No tendría que ser incompatible. Le reprochan, algunos de los suyos, una cierta ingenuidad que lo hace voluble. ¡Pues vivan los ingenuos!
Generosidad, presidente
¿Por qué motivo sigue esta impostura de no admitir ni reconocer los frutos de unos acuerdos antirrepresivos que también —o sobre todo— han beneficiado a los juntaires represaliados? Todo lo contrario, son reprobados con furia desde las mismas filas. Es un absurdo que no ayuda en nada.
Rull, insistimos, no es presidente del Parlament por obra del Espíritu Santo. ¡Ni tampoco salió de la prisión porque alguien abriera la cerradura (¡ay!, Torra). Ni quedó exento de pena por ninguna fantasiosa jugada maestra, sino por la derogación de la sedición. En resumen, Rull debe tres veces a los republicanos su actual posición. Lo que se contradice con la furiosa literatura romántica que, aunque pierde comba, sigue sembrando la semilla de la discordia.
Si ni un tipo afable y conciliador como Rull se atreve a dar el paso —¿para no desairar a Waterloo?—, pintan bastos. Si Rull se atreviera, si en este punto fuera claro y agradecido, generoso, sincero, la fraternidad ganaría. Pero es tabú. Nunca es tarde, presidente Rull, alguien tendría que poder ser lo bastante generoso.
Los corzos del zoo
No era ningún fake, aunque ahora lo parece. "Desde la ventana veo los corzos del zoo", nos decía el 7 de febrero de 2018. Y entonces, como ahora, muchos le creyeron con una fe ciega que deslumbra.
Mejor pasar página si no fuera que llueve sobre mojado y hay damnificados. La performance en Lluís Companys silenció la investidura de Salvador Illa. Cierto. Pero no alteró su elección. Ahora, sí que dejó un damnificado: el Cuerpo de Mossos d'Esquadra (CME), ridiculizados por la gran evasión. Sorprendidos todos por un giro repentino de un guion que había sido publicitado a bombo y platillos. Incluso dramáticamente. Ahora ya como tragicomedia. Este es, en síntesis, el balance de un ardid que engatusó a propios y extraños. Incluso al mismo Rull, que el jueves —como tantos otros diputados— tenía una cara de desconcierto que lo decía todo. No era el único, todo el mundo había interiorizado el martirologio y se había tragado que el retorno iba en serio.
Vuelven Sàmper y Trapero
Eduard Sallent, actual comisario jefe, también creyó en el retorno. Confiar lo ha dejado en una posición delicada, mientras que el major Trapero parece llamado a volver a ser el hombre fuerte del CME. ¿Sallent fue cándido a la hora de confiar, intentar una resolución tolerante —amable— como prólogo de una detención? Probablemente. Y ahora será relegado, postergado tan pronto tome posesión Núria Parlon como nueva consellera de Interior. Ya lo tenían en el punto de mira. La performance lo deja en muy mal lugar. Su predecesor, Estela, ya calienta en el banquillo. Y Trapero en la dirección política. Avalado por Illa en campaña, en plena campaña electoral. En fin, menos mal que no se tenía que politizar al CME.
El mundo da muchas vueltas. Trapero fue restituido por Sàmper (Torra) y, a su vez, este es restituido (también egarense, como Rull) por el president Illa en el Govern de Catalunya. Qué lío y qué sorprendentes coincidencias. En cambio, echaron a Miquel Buch (de Interior) que por encima de todo era y es un buen tío y un patriota. Buch es uno de los amnistiados. O se cargaron un Govern donde había gente tan solvente como Jaume Giró, que a pesar de ser tentado para continuar en el Govern Aragonès declinó la oferta. No todos son iguales.
Un 'retorno' extemporáneo
No estamos en el 2017. Ni en el 2018. Ni en aquel 2019 que hizo posible una respuesta ciudadana (la última) masiva y transversal a la condena de 100 años a Junqueras, Rull y todos los demás. No se puede vivir eternamente de la nostalgia.
Entonces, en 2018, un entorno muy próximo a Waterloo le insistía tozudamente en que había que volver a Catalunya a presentar batalla. En aquel 2018 (o 2019) nadie dudaba de que un retorno habría sacudido la partida y el país. Y no habrían sido 3.000 personas de partido las que hubieran salido a la calle, sino decenas de miles. Quizás centenares de miles. De todo el espectro. Pero el protagonista se negó. El riesgo (seguro) de ser encarcelado no compensaba, debió pensar. Respetable y legítimo. En su lugar, optó por edificar un pomposo Consell a medida que nunca ha tenido ningún recorrido más que el virtual y de grandezas nunca justificadas. La distancia sideral entre las expectativas que se generaron y la realidad es tan sangrante que no hay por dónde cogerlo. Pocas veces se ha construido un castillo de arena tan pretencioso como débil y estéril.
El resultado, a estas alturas, es una derrota electoral —pero también social— sin paliativos del independentismo que emprende una nueva etapa sin avistar ningún cambio de rumbo que no sea ver desde la ventana más corzos.