Los partidos independentistas necesitan aclararse. Cuando no es uno, es el otro, o el otro, hasta que aparecen varios grupitos que aspiran a sustituirles con una crítica que, para empezar, intenta eliminar lo que ellos mismos han dicho o hecho en el pasado. Daba vueltas a este asunto mientras leía en el Diari de Sessions del Parlament de Catalunya, del viernes 18 de diciembre de 2020, el debate de la Propuesta de Resolución (PR) sobre la amnistía presentada conjuntamente por Junts, Esquerra y la CUP en el pleno que cerraba la XII legislatura. El debate no tiene pérdida. Las frases a favor de la amnistía de los diputados independentistas son antológicas, sobre todo porque contrastan con las posturas actuales. También es verdad que en el hemiciclo ya se percibía que estábamos a las puertas de unas nuevas elecciones, que se celebraron el 14 de febrero de 2021. Algunos diputados y diputadas aprovechaban sus intervenciones para despedirse. Ninguno de los tres diputados que intervinieron para defender la PR en nombre de Junts, Esquerra y la CUP tenía intención de repetir escaño. Aun así, defendieron la posición de su partido con vehemencia.
Natàlia Sánchez, de la CUP, sintetizó el pensamiento de su grupo con una afirmación rotunda: “La amnistía lleva en el corazón el derecho a la autodeterminación […] por la amnistía siempre estaremos junto a las 2.800 personas represaliadas”. Ferran Civit, de Esquerra, reclamaba la empatía como fórmula de aproximación al otro, al adversario, pero se mostraba escéptico con PSOE y Podemos respecto de su predisposición hacia la amnistía, que la equiparaba al rechazo frontal del PP, porque con la izquierda española en el gobierno seguía la represión: “Todos sabemos que el Estado español no hará efectiva ninguna amnistía. Y si la promulgase, al día siguiente no habría acabado la represión, porque nosotros no estamos dispuestos a renunciar a ningún derecho. Las amnistías son efectivas cuando hay un cambio político, un cambio político que deja atrás la respuesta represiva. Pero aquí no se percibe ningún cambio político”. Esquerra ha tardado tres años en recuperar este espíritu de reivindicación.
Según la crónica de Quim Bertomeu, el discurso más crudo fue el del vicepresidente primero del Parlamento, Josep Costa, entonces diputado de Junts: “Somos perfectamente conscientes de que no nos darán la amnistía”. Aun así, seguía Bertomeu, para Junts el hecho de reclamarla era una estación más del camino para constatar que solo con “la liberación nacional” de Cataluña se podrá ayudar a los represaliados. En vez de renunciar al proyecto político, reclamar la amnistía, entendiéndola como punto de partida y no como punto final, respondía a la lógica de “confrontación inteligente” defendida por Junts. Diría que Junts no se ha movido ni un ápice de donde estaba, aunque los promotores del cuarto espacio digan lo contrario para hacerse un hueco.
Quienes ahora se oponen enconadamente a negociar la amnistía, estaría bien que repasaran estas intervenciones. Sobre todo para explicar a todo el mundo por qué lo que era bueno en 2020, cuando reclamar la amnistía era un brindis al sol, pura retórica política, en 2023 no lo es. En 2020 todos los grupos dudaban de que la amnistía pudiera ser asumida por ningún partido español. Tanto es así que los comunes solo votaron a favor del primer punto de la resolución, que era un canto a la libertad de expresión. En cambio, se abstuvieron en todos los otros, que eran los que reclamaban que las Cortes españolas aprobaran una ley de amnistía que, “sin renunciar al ejercicio de los derechos vulnerados, incluido el derecho de autodeterminación, comporte la extinción de cualquier tipo de responsabilidad penal y administrativa, incluida la del Tribunal de Cuentas, por todos los actos de intencionalidad política vinculados a la lucha democrática por la autodeterminación de Cataluña”, llevados a cabo desde el 1 de enero de 2013 y hasta el momento de la entrada en vigor de la Ley de Amnistía.
El presidente Carles Puigdemont ha aprovechado el momento propicio que le han ofrecido los resultados electorales para poner como condición para avanzar en la investidura de Pedro Sánchez la amnistía. Y lo ha hecho con el mismo espíritu que inspiró la PR de 2020. “Velaremos para evitar cualquier tentación de convertir una propuesta de amnistía en una ley de punto final”, advertía Costa, en nombre de Junts. Puigdemont no ha dado ningún paso atrás y es por esta razón que reclama un mediador —o un facilitador o el nombre que acabe teniendo esta figura— que garantice la efectividad de todo lo acordado. Los de Junts no están dispuestos a asumir ninguna renuncia programática, y —si es necesario— poner la directa, pues consideran que la amnistía es un paso más para seguir con la apuesta independentista.
Diría que existe un 50% de posibilidades de que Sánchez sea investido y otro 50% de que no
Acudir a una sesión del Senado para leer un discurso que exalta los ánimos de quienes la ha convocado, en este caso el PP, valiéndose de la mayoría absoluta en la cámara alta, no contribuye en nada a la negociación. Es propaganda partidista, tan tosca como al viaje de Oriol Junqueras a Irlanda del Norte para reunirse con Gerry Adams después de que Puigdemont comparara su propuesta de “compromiso histórico” con los acuerdos de Viernes Santo entre los gobiernos británico e irlandés. Esquerra va a remolque de Junts porque durante los tres años en los que ha tenido la oportunidad de presionar al PSOE y Podemos no lo ha hecho. Después de las elecciones de 2021, Esquerra hizo una apuesta pragmática que, además, ha resultado ineficaz. La causa independentista no se merece un partidismo tan exagerado. La rivalidad entre independentistas, que ya hizo descarrilar la DUI del 27-O, corre el riesgo de reproducirse porque Esquerra —y especialmente Junqueras— no puede soportar el protagonismo de Carles Puigdemont y, por consiguiente, de Junts. Cuando falta un mes para la investidura, y después de haber sido socios de Pedro Sánchez durante cuatro años y de gobernar en Cataluña todo este tiempo prácticamente en solitario, Esquerra está perdida. Tanto es así, que apenas hace una semana el consejero Roger Torrent pidió a sus altos cargos que elaboraran una lista de cuestiones autonómicas “para introducir en la negociación con el PSOE”. Incluso en los asuntos prácticos van con retraso, a pesar de que esta investidura es la más política entre todas las celebradas desde 1978 y las cuestiones del día a día son secundarias.
La negociación de Carles Puigdemont con el PSOE está todavía verde. Si tuviera que apostar sobre cómo andan, diría que existe un 50% de posibilidades de que Sánchez sea investido y otro 50% de que no y, por lo tanto, que haya que repetir las elecciones. Como es normal, ninguna de las dos partes quiere ceder en lo que cree que es sustancial. Para Puigdemont, el cambio narrativo, que va más allá de “despenalizar” el independentismo, y que debe comportar reconocerlo como un actor político que tiene la legitimidad democrática de perseguir la independencia sin renunciar a nada. Pero para que el giro del PSOE sea creíble, haría falta que los socialistas recuperaran el espíritu que tenían en otro tiempo, cuando eran capaces de reconocer a Cataluña como una nación que aspira a la soberanía. Si se quiere claridad, hay que empezar por ahí.
El pacto de investidura que propone Junts no comportará, como reclama el PSOE, un pacto de estabilidad para toda la legislatura. Esto solo tendría sentido si estuviéramos hablando de un pacto parlamentario de los de antes, como el del Majestic. Desde Junts aseguran que la estabilidad del gobierno PSOE-Sumar, una vez firmado el acuerdo y restablecidos los derechos políticos de los perseguidos y exiliados, estará condicionada al cumplimiento de la agenda pactada. No es poco. De momento, la negociación está en la sala de espera de una de esas clínicas donde entras y sales de la consulta del médico para que cada especialista dictamine si todo está en orden y no es necesario pedir más pruebas. El corresponsal en Madrid del diario El Punt Avui, David Portabella, unos días atrás escribió que “un jugador de póker que recibe una escala de color no pide nunca cartas nuevas”. Puigdemont replicaría la excelente metáfora con otra, más de su gusto y más ajustada a la realidad actual: “el jugador de póker acostumbrado a hacer trampas pretende alterar una buena mano de quien tiene la escala de color y por este motivo hay que evitar que las haga”.