El frenesí con qué Salvador Illa se ha propuesto reconciliar a la sociedad catalana en tiempo del postprocés parece no tener traba en su afán omnívoro. El Molt Honorable ya se ha reconciliado con el universo de Convergència i Unió, reuniéndose con su capataz y rescatando a Josep Antoni Duran y Lleida del culito de la papelera de la historia. A su vez, ha aprovechado la crisis de Esquerra y la pretensión de eternidad de Oriol Junqueras para repartir algunas nóminas a los indepes moderados (certificando así que el futuro "represidenciable" de los republicanos seguía ejerciendo de conseguidor incluso cuando era un simple militante de base). Illa también se ha permitido la gracia de reclutar algún alma proveniente de los Comuns, como certifica el fichaje del colega filòsop Xavier Fina como nuevo director General de Promoción Cultural y Bibliotecas. Si recluta alguien de la CUP, Vox o el PP, el president tendrá el Parlament en sus pies.

A la espera de poder reconciliarse con comunistas y conservadores españoles (Sílvia Orriols quedaría fuera de la ecuación, pues el president la necesita como agua de mayo para animar los debates de política general y hacerse el tolerante con los recién llegados), Illa acaba de cascarse un tour de hermandad altamente inquietante con Felipe VI, monarca absoluto del 155. En efecto, este fin de semana el president no solo asistió al desfile militar con motivo del Día de la Hispanidad (acabando así con un divorcio de catorce años entre los Molt Honorables y la cabra de la legión), sino que aprovechó el domingo para acompañar al Rey en la jornada de regatas de la Copa de América, haciendo una excursión al portaaeronaves Juan Carlos I (barco que los técnicos definen como anfibio, un adjetivo que casa peligrosamente con la vida sexual del anterior monarca). El president, en definitiva, ha vuelto a hacer la mili.

Illa cree que el país necesita orden y disciplina catalanista, y eso es algo que los españoles siempre han acabado imponiendo con fusiles.

De hecho, la agenda militar del president Illa no ha acabado con este fin de semana bélico. El próximo martes, Felipe VI de España y Salvador I del postprocés volverán a coincidir en Barcelona con ocasión de la septuagesimotercera entrega del Premio Planeta, un acto que —como todo el mundo sabe— tiene un mal gusto y un tufo de ocupación mucho más nauseabundo que cualquier portaaviones rebosante de misiles. En medio de todo este clima de reconciliación cultural (que va de la presencia del Molt Honorable en la pamema de la Conquista hasta las intervenciones en catalán de David Broncano en La Revuelta), no me extrañaría de que el galardón literario se lo acabara llevando un escritor catalán en lengua española, como ya pasó con Maria de la Pau Janer cuando se preparaba el Estatut del 2006 o cuando Javier Cercas, en 2019, tenía que hacer olvidar que la policía española nos había golpeado por atrevernos a meter papeletas en el interior de urnas.

La reconciliación, como veis, tarde o temprano acaba pasando por la letra... o por las armas (lo cual parece lo bastante contradictorio con el humanismo cristiano que profesa el Molt Honorable). Pero eso se la sopla, porque Illa cree que el país necesita orden y disciplina catalanista, y eso es algo que los españoles siempre han acabado imponiendo con fusiles. Al president se lo ha visto francamente a gusto con tanta fanfarria, en todo este entorno de uniformados, quizás porque los desfiles y los barcos le han recordado que la primera mili la hizo en un rincón tan sórdido del mundo como el cuartel del Bruc, mientras que ahora la patria (española, of course) le ha hecho un upgrading permitiéndolo viajar en primera en los fuselajes militares. Felipe VI debe pensar que la mejor forma de domesticar a un catalán es impresionarlo con cuatro bombarderos y un grupo de generales de cara malhumorado. Desgraciadamente, no le falta razón.

En cualquier caso, todo eso solo vale para recordar que —como pasa siempre en política— las pacificaciones se hacen a través de la guerra, aunque sea con la carraca de ejército que tienen los españoles, únicamente destinado a misiones humanitarias y a amedrentar a las madrinas de la tribu. El servicio militar, pues, vuelve a ser obligatorio.