Quién viaje estos días a Londres tiene ocasión de disfrutar de una visita guiada por la estación de metro de Aldwych. Clausurada hace tiempo, se conserva tal como eran las estaciones hace 50 o 100 años. No tiene ninguna característica arquitectónica o artística que la haga singular. No obstante, acumula historia, mucha historia. El metro es parte de la vida cotidiana de los londinenses desde 1863 y sus estaciones han sido testimonio de los momentos felices y de las horas de angustia de aquella ciudad. Tanto es así que la estación de Aldwych sirvió de refugio a muchas personas durante los ataques del blitz hitleriano. Este tipo de hechos se rememoran a través de las explicaciones de los guías, en medio de letreros y anuncios publicitarios que, inevitablemente, evocan otros tiempos.
Antes de que la ola fascista descargara su furia sobre Londres, lo había hecho sobre Barcelona, y aquí también la gente se refugiaba en el Metro, en las estaciones del Gran Metro, las del Transversal, del Tren de Sarrià... y del funicular de Montjuïc. Estas estaciones siguen todavía hoy en servicio, aunque apenas queda poca cosa de lo que habían sido en tiempos de su inauguración, o en los años de la guerra 1936-39. Ha quedado, sin embargo, una estación cerrada y preservada casi en su estado original, como Aldwych: la estación inferior del antiguo funicular del Castell de Montjuic, conocida con el nombre de Miramar. Esta línea se cerró en 1981 y se desmanteló entera, pero se había mantenido la terminal inferior, que se mantenía discretamente guardada, a la espera de que TMB resolviera qué hacer con este espacio, con toda probabilidad, una actividad cultural.
Parece, sin embargo, que TMB lo ha repensado y ahora la idea es derribar esta estación. El pretexto es instalar un espacio para permitir el amamantamiento de las empleadas del metro y otros servicios. Por descontado, no es mi intención cuestionar los derechos de las trabajadoras del metropolitano –aunque se me hace extraño que se las envíe a Montjuïc a amamantar a sus criaturas– pero sí poner de manifiesto la falta de sensibilidad de TMB, y más genéricamente de la ciudad de Barcelona, hacia su material histórico. Quien pierde los orígenes, pierde la identidad, decía el poeta. Y eso incluye la historia del transporte, que no es sólo la manía de cuatro friquis sino una parte inseparable del devenir histórico de la ciudad.
Volvamos a la estación de Miramar. Las historias al uso nos dicen que el Funicular de Montjuïc se construyó para acercar la ciudadanía a la Exposición de 1929, cosa cierta pero incompleta. En realidad, el objetivo final del funicular de Montjuïc era hacer realidad la idea novecentista de recuperar Montjuïc como acrópolis de Barcelona y liberarlo de los militares que ocupaban el castillo, entonces fortaleza de infausta memoria. Justamente por eso, sus promotores –un grupo de letra-heridos– concibieron una línea de funicular que permitiera llegar directamente desde la Rambla hasta las inmediaciones del Castell.
Aquel funicular tenía que ser, además, un transporte de masas. Por eso los coches se inspiraron en los metropolitanos, los motores eran los más rápidos de Europa en su género y se instaló el primer tapis roulant y las primeras escaleras mecánicas del metro de Barcelona, para aliviar los transbordos, pues se proyectó en tres tramos. Y para que los viajeros encontraran alguna cosa en la montaña, promovieron la construcción del primer parque de atracciones de Montjuïc, el "Maricel Park".
Solo después, con el advenimiento de la República y el retorno del Castell de Montjuïc a Barcelona, parecía que este propósito se haría realidad. Desgraciadamente, las cosas cambiaron y, con el estallido de la guerra, el castillo volvió a ser prisión militar, el "Maricel" quedó destruido, y las estaciones ocupadas como refugio. En Miramar, concretamente, se cobijaban los niños de la Escola del Bosc.
Acabada la guerra, el funicular de Montjuïc se convertiría en el metro de los chabolistas que vivían en la montaña, a la vez que los presos del castillo –como el mismo Hilari Raguer, monje de Montserrat y reconocido historiador– hacían el viaje esposados y custodiados por la Guardia Civil para ser interrogados en la comisaría de la calle Nou de la Rambla. Eso se mantendría hasta los años 60, con el retorno del Castell y la recuperación de los jardines y del nuevo parque de atracciones de Montjuïc. La última etapa, la del Montjuïc olímpico, supondría la total renovación del funicular, que funciona actualmente entre el Paralelo y la estación del Parc de Montjuïc, la antigua Miramar.
Toda esta historia quedará borrada el día que se derribe la estación del funicular del Castell. Por eso es necesario evitar que eso ocurra. Esta estación conserva todavía intacta la escalera mecánica original –de caoba– y los elementos arquitectónicos con que se la embelleció en origen. Hay que recordar que había sido proyectada por uno de los arquitectos señeros de la Exposición de 1929, Ramon Reventós.
Es, por lo tanto, el lugar idóneo para ubicar un espacio de memoria que permita evocar el Montjuïc del siglo XX, con las luces de la Exposición, las sombras del Castillo, las barracas y los parques de atracciones, y en general, toda la historia de la montaña y de manera más general, de la ciudad. De paso, serviría también para recuperar, al menos en parte, la historia del transporte, gran olvidado en una ciudad tan orgullosa de su cultura y de su historia. Sólo hay que recordar el cierre sine die del Tramvia Blau a principios de este año, sin que se haya dado aun explicación alguna sobre las intenciones de TMB al respecto; o la triste historia del Museu del Transport de Barcelona, que empezó en 1963 con la recuperación de los primeros tranvías históricos y todavía hoy no ha conseguido encontrar un espacio en la ciudad.
Ferran Armengol Ferrer (@ferranarmengol) es profesor asociado de Derecho internacional público y relaciones internacionales, Universitat de Barcelona