La consellera de Justícia, Ester Capella, guarda, como si dijéramos, las llaves de la celda del líder de su partido, Oriol Junqueras, en la prisión de Lledoners, pero el único que puede abrirle la puerta de la libertad (provisional), es quien lo ha procesado: el juez del Tribunal Supremo, Pablo Llarena. En más, podría ser, como ha escrito Iu Forn, que, en el hipotético caso de que eso sucediera, que, por ejemplo, un mosso dejara la cerradura abierta, el vicepresidente y el resto de presos y presos políticos no cruzaran el umbral... Es lo que pudieron hacer después del 27-O tomando el camino del exilio y no hicieron -y fue su decisión y es absolutamente respetable, faltaría más. En algunos casos -Forcadell, Bassa, Rull, Turull-, por partida doble, al presentarse ante los jueces para ser encarcelados de nuevo después de haber quedado un tiempo en libertad provisional.
El traslado a prisiones de Catalunya de 6 de los 9 miembros del gobierno Puigdemont y de los Jordis, reagrupamiento que se completará los próximos días, y temporalmente en torno a la cita de este lunes en la Moncloa entre los presidentes Pedro Sánchez y Quim Torra, ha sido interpretado como el inicio de un retorno a la normalidad que, a pesar de lo que pueda parecer, tiene bastante de improbable. Un tiempo nuevo cimentado en la (presunta) disposición del nuevo presidente del gobierno español a favorecer una salida política al conflicto por la vía de los gestos y de una cierta (promesa) de devolution en forma de inversiones, deudas financieras, y rescates de competencias laminadas en el golpe del 2010 contra el Estatut -allí empezó todo. Pero todo el mundo sabe que la anormalidad es tozuda y cada día se empeña en emitir señales que, enseguida, desvanecen cualquier espejismo.
La ley ampara a Sánchez en el traslado de los presos igual que el estado de excepción no declarado que impuso Rajoy después del 1-O le permitía incumplirla y no moverlos
Los que venderían su alma porque repicaran las campanas de la comodidad y el retorno al oasis del no conflicto, o del conflicto sedado, ponen el acento en que Sánchez no es Rajoy. El independentismo está a punto de descubrir -susurran entre líneas- que contra Rajoy se vivía mejor. Y es bastante obvio que el expresidente y exlíder del PP habría hecho todo los posible para impedir el traslado de los presos políticos del 1-O a Catalunya. Pero así como Rajoy sólo tenía que incumplir la ley (ejercicio en el que los populares exhiben doctorados a mansalva) para mantener a los líderes independentistas catalanes encarcelados a 600 kilómetros de su casa, Sánchez sólo ha tenido que hacer exactamente lo contrario para trasladarlos. La ley ampara a Sánchez en el traslado de los presos igual que el estado de excepción no declarado que impuso Rajoy sobre Catalunya después del 1-O le permitía incumplirla y no moverlos de Madrid. He ahí por qué, políticamente, el traslado y lo contrario, acaba siendo un juego de suma cero. Por eso también nadie llevará a Sànchez por prevaricador ante ningún tribunal después de haber movido a los presos políticos catalanes, por mucho que chillen las portadas más explícitas de la prensa de Madrid (y que las de los diarios en proceso de readaptación de la línea editorial al nuevo poder monclovita lo disimulen).
Otrosí, la primera impugnación que ha hecho el gobierno del PSOE de una resolución del Parlament de Catalunya en clave rupturista-procesista, es decir, la moción de la CUP de ratificación de la declaración del 9-N del 2016, en vísperas que Quim Torra sea recibido en la Moncloa, demuestra que la doctrina del palo y la zanahoria es la que más le ha funcionado al PSOE (y al PSC) toda la vida.
Sánchez se tendría que tomar la cita con Torra como una auténtica ventana de oportunidad: no se trata tanto de autodeterminación sino de referéndum, que no es exactamente lo mismo, como demuestra el caso de Escocia
Lo peor que le podría pasar al presidente Torra este lunes cuando vaya a Madrid es confundir los (pocos) árboles que verá si viaja en el AVE con los (todavía menos) bosques que le saldrán al paso. En cuanto a Sánchez, estaría bien que se tomara la cita con Torra como una auténtica ventana de oportunidad: en realidad, no se trata tanto de autodeterminación sino de referéndum, que no es exactamente lo mismo, como demuestra el caso de Escocia. No hubo ningún reconocimiento del "derecho de autodeterminación" del pueblo escocés por parte del gobierno de Londres, pero sí que existió un acuerdo político entre Cameron y Salmond que permitió a los escoceses decidir libremente el futuro de su relación política con el Reino Unido, si como Estado independiente o como miembro de la unión con un estatus de autogobierno reforzado. El planteamiento del pleito escocés en clave de derecho a decidir, y no tanto de autodeterminación, propició que Londres reforzara sus credenciales democráticas, al aceptar el referéndum, sin tener que reconocer ni que Escocia es una "colonia" ni tampoco un pueblo "vejado". Que es justamente lo que, en su interpretación ultrarrestrictiva del derecho de autodeterminación, Sánchez insistirá a Torra este lunes que se niega a admitir. Desde el independentismo se podrá argumentar que España ha tratado a Catalunya como su última colonia en los últimos 300 años, cosa que ha quedado demostrada con creces con la gestión de la crisis del 1-O; y que el drenaje fiscal y los obstáculos al pleno desarrollo de los derechos lingüísticos y, en general, culturales, evidencian la situación de pueblo "castigado" por un Estado poderoso que encarcela a sus líderes. Pero el problema no es, a pesar de las sangrantes evidencias, que eso sea o no verdad, sino cuánta verdad está dispuesto a admitir la otra parte. Convendría, pues, enfocar la cuestión bajo otros parámetros.
El independentismo no está pidiendo a España que se haga el haraquiri, sino que se ponga delante del espejo y se pregunte qué relación quiere tener con Catalunya
Es altamente improbable que ningún gobernante del Estado español admita que Catalunya es una colonia o un pueblo vejado, pero es que quizás no hace falta. El independentismo no está pidiendo a España que se haga el haraquiri, sino que se ponga delante del espejo y se pregunte qué relación quiere tener con Catalunya. Si una relación sana, libre, democrática, pacífica, alegre, o una relación enfermiza, esclavizadora, autoritaria, violenta, triste. El espíritu del 1 de octubre también es eso, también es esta interpelación. Es España -sus élites, su gente de a pie- quien, al fin y al cabo, tendrá que decidir cómo quiere hacerlo, qué ventana abre.