Los políticos hablan mucho de sociedad. Las religiones, en cambio, usan más el concepto de fraternidad. No es lo mismo. Un socio, un ciudadano, un vecino, no es un hermano. Por mucha proximidad y sintonía que haya, el concepto no es equivalente. Cuando el papa Francisco escribió la encíclica Fratelli tutti, el 3 de octubre de 2020, la subtituló "Sobre la fraternidad y la amistad social". Un amigo ya no es solo un socio, o un vecino. En este texto, del cual se desprenden perlas sin necesidad de que los políticos utilicen el ChatGPT ni la inteligencia artificial para ofrecernos discursos bien aseados, encontramos referencias al racismo: "Es un virus que muta fácilmente y que, en vez de desaparecer, muta, se disimula, pero siempre está al acecho". El racismo está en las antípodas de la fraternidad. El racismo divide y discrimina.
Tampoco el individualismo nos lleva a grandes horizontes. El individualismo, prosigue el papa, no nos hace más libres, más iguales, más hermanos, porque la sola suma de intereses individuales no es capaz de generar un mundo mejor para toda la humanidad. La gracia de la frase es al final. Una sociedad, un grupo mafioso, un clan, una tribu, sí que son buenísimos para generar un mundo mejor. Para|Por ellos y para los suyos. Pero estamos ampliando la mirada. No se trata de vivir mejor yo, sino todos.
El papa Francisco dice que solidaridad es "encarar los destructores efectos del imperio del dinero"
Estos días el Banco de Sangre nos va recordando que no hay bastantes reservas. No nos dicen que no hay bastantes reservas para los ampurdaneses, o para los habitantes de El Moianès, o para las mujeres jóvenes, o para las personas mayores, o para los zurdos. La sangre no se reparte por colectivos de intereses, sino por|para urgencias. Y siempre hay los más vulnerables, los más necesitados, los que no han tenido tanta suerte. El papa Francisco, que esta manía con la solidaridad le ha ocasionado la etiqueta de comunista, concibe la solidaridad como una lucha contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, del suelo, de la vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales.
Lo explicaba el otro día a un grupo de estudiantes del Máster de Comunicación Política y Social, y mientras les leía textualmente que el papa dice que solidaridad es "encarar los destructores efectos del imperio del dinero", me sentía como si tuviera un manifiesto comunista en las manos. Pero al cabo de un momento también los decía, y siempre en palabras papales, que hoy "se verifica un deterioro de la ética, que condiciona la actuación internacional, y una devaluación de los valores espirituales y del sentido de la responsabilidad", y en este párrafo se me sentía como una representante de la derecha moderada y de centro. El papa es de todos y nos habla en todos, y no puede situarse hacia una tendencia política u otra. Lo que le pasa, en esta encíclica, es que para reclamar fraternidad universal no puede hacer suyas afirmaciones que defiendan muros, que no acojan inmigrantes, que descarten los vulnerables (ancianos, discapacitados, no nacidos), y, por lo tanto, su discurso acaba no contentando nadie. El bien común es uno bien muy alargado, y escuchar las opiniones e ideologías de todos nunca no podrá caber en un manifiesto político. Las religiones se autoconciben como una casa común donde todo el mundo puede caber. Por eso tienen problemas, pero por el mismo motivo son una fuente de salvación que supera las estructuras, los partidos y los colectivos. Y la sangre, señoras y señores, la sangre tampoco es de derechas ni de izquierdas. Id a donar, que la fraternidad también es eso.