Si Puigdemont hubiera transigido —ni que fuera resignadamente— con el gobierno Aragonès, ahora todo habría sido muy diferente. La decisión de pretender abortar aquel gobierno primero y, sobre todo, la posterior y personalísima decisión de dinamitarlo al cabo de poco más de un año, explican dónde estamos.
Febrero de 2021. Puigdemont pierde las elecciones ante Aragonès, que ha empatado a diputados con Illa. Un golpe inesperado para el presidente exiliado. No sale de su asombro. La derrota le escuece en el alma. Las caras de aquella noche electoral son un poema sobre el escenario. Las sonrisas, escasas, no pueden ser más impostadas. Y eso, a pesar de que el independentismo obtiene una cómoda mayoría —entonces sí—, pero con ERC liderando, una circunstancia que vive como una pesadilla. Desde el primer momento, Puigdemont deja claro que se resiste a investir a Aragonès. Tanto él como la presidenta del partido —que llega al extremo de poner en duda la legitimidad de Aragonès— mantienen una actitud muy hostil.
La negociación se bloquea enseguida. No hay voluntad. Aragonès se harta o eso dice. Y es entonces, cuando parece que todo vaya a terminar como el rosario de la Aurora, que Jordi Sánchez y Pere Aragonès asumen personalmente las negociaciones. Se encierran un fin de semana en una masía del Lluçanès (el Soler de N'Hug) y resuelven por la vía rápida. El reparto de carteras pactado no convence a nadie, pero evita nuevas elecciones y hace que el Govern se ponga en marcha. Por primera vez desde la República con ERC presidiendo. A Sánchez le costará el cargo.
Giró se erige en referente. El drama —que se volverá insalvable— es que aquel Govern nacía tocado de muerte. La guardia pretoriana de Puigdemont se desmarca y se van descartando uno a uno. También es gracias a esta espantada —no hay mal que por bien no venga— que irrumpe la figura de Jaume Giró, que, en poco tiempo, se convierte en el referente de Junts en el Govern como conseller de Economia, a pesar de no ostentar la Vicepresidencia. La pericia y astucia de Giró (apuesta personal de Sánchez) lo hacen brillar enseguida, en detrimento del vicepresident (hombre de Puigdemont), que no lo consigue. Mientras uno va a la deriva, el otro se apunta éxitos en el ámbito de las finanzas, las revaloriza, desterrando al bono basura y consigue, por primera vez en 12 años, que se aprueben los presupuestos en tiempo y forma.
Más obstáculos. El Govern arranca con dificultades. Puigdemont le ha puesto la cruz. Y con una circunstancia excepcional, insólita, rocambolesca: la presidenta de Junts y del Parlament (gracias a los votos de ERC) se erige en líder de la oposición. El Govern va haciendo —con más cohesión de la esperada—, pero en el Parlament la mayoría que apoya al Govern es inexistente. Y no pasa día que uno de los partidos que gobierna sea también el azote del Govern. Pasado un año largo, Puigdemont cree que la situación es incompatible con la retórica maximalista e insurreccional que predica. Toma la iniciativa y urde una moción de censura encubierta. La primera víctima es el vicepresident, se inmola. Es el pretexto que necesita Puigdemont para forzar la máquina: propone una consulta a las bases. Puigdemont se arremanga y consigue forzar la salida por un escaso margen, mientras se apresura a pedir nuevas elecciones.
Puigdemont perdió las elecciones cuando dinamitó el Govern, aquel día dinamitó la mayoría independentista. La sentenció y sembró la semilla de la discordia
La moción instrumental, Illa president. La obsesión por hacer caer el gobierno Aragonès llega al punto de intentar pactar una moción de censura 'instrumental' con Salvador Illa. Una idea que diputados juntaires hacen pública y persiguen tozudamente. La jugada maestra es hacer a Illa presidente y que este —tan pronto lo permita la ley— disuelva el Parlament y convoque nuevas elecciones. El plan fracasa porque Illa no se pone a tiro y deja a los juntaires con un palmo de narices. A veces, Puigdemont parece premiar más la lealtad incondicional que el talento.
Oposición pura y dura. Visto ahora en perspectiva hay que admitir que aquella salida intempestiva del Govern es el punto de inflexión más determinante de todos. Hay un antes y un después. Abrirá un abismo que acaba por ser insalvable. No es que la relación entre ambos partidos fuera, con anterioridad a 2021, buena. No lo era en absoluto. Ni en 2017, ni en 2015, cuando ERC se traga Junts pel Sí. Pero a trancas y barrancas, hacía una década (desde las elecciones de 2012) que hacían frente común. Junts no sabe digerir la inversión de los papeles, por lo que representa el aparente cambio de hegemonías.
El sapo Illa. Probablemente, no hay ni uno solo votante del Sí en la consulta interna de ERC que no viva como un sapo la investidura de Illa. Y, aún y así, deciden apoyar a la dirección y una propuesta tnato ambiciosa como difícil de concretar. Nadie, meses atrás, habría ni remotamente pensado que el PSC de Illa se comprometiera en tanto. En particular, con respecto a la financiación, la llave de la caja, es el elemento clave de casi todo. Abrir este melón es abrir la caja de Pandora a las Españas. El PSOE se incendia y todos los demonios (y los tópicos anticatalanes) brotan sin control. La amnistía tenía detractores, pero también aliados. Pero la financiación solo tiene enemigos y viscerales, con las cosas de comer, no se juega.
La carta. La misiva airada de Puigdemont vuelve al tono de los dos volúmenes publicados en 2020. Agrios, cargados de reproches y con los republicanos en el punto de mira. Del amor al odio solo hay un paso. Ni que este amor sea efímero. Una nueva contienda electoral obligaba a Puigdemont a volver a cargar contra ERC, ni que solo fuera por estricta necesidad demoscópica. De aquí el efímero amor que, naturalmente, habría aparecido repentinamente con la victoria del No. Escribir en caliente no es un buen consejo. Un dirigente tiene que saber contemporizar y contar hasta diez. Hay una diferencia notable entre el derecho a la pataleta y ser un pirómano. La misiva solo echa sal en la herida. No es ni siquiera un texto bien escrito. Es un deshaogo precipitado y sin contemplaciones. ¿Ayuda o crispa más? Si el jarabe de palo no le ha funcionado con los republicanos, ¿por qué insiste? Sin embargo, la partida no ha terminado. Una detención y encarcelamiento de Puigdemont suspendería, con toda seguridad, la celebración del pleno de investidura, que tampoco tiene fecha fija, a la espera de lo que resuelva la Joven Republià.
De aquellos fangos, estos lodos. Puigdemont perdió las elecciones cuando dinamitó el Govern, aquel día dinamitó la mayoría independentista. La sentenció y sembró la semilla de la discordia. A la vez que proyectaba una pésima imagen al conjunto de la sociedad catalana.
Si el Govern de coalición de 2021 hubiera seguido, no solo no habría habido elecciones anticipadas, es que el Govern de coalición habría continuado sine die, por poco que hubieran sumado de manera lógica y natural. El resultado de las elecciones anticipadas de mayo de 2024 es una consecuencia directa, en buena medida, de aquella ruptura. Y el veredicto, lo que votaron soberanamente los catalanes, fue la pérdida incontestable de la mayoría independentista, la única que habría hecho posible la anhelada Presidencia de Puigdemont, una presidencia que los republicanos se habrían tragado, como votaron hace cuatro días a Josep Rull para presidir el Parlament. Como habían votado a Pujol en 1980. O a Artur Mas en 2012. O al mismo Puigdemont en 2016. O a Torra en 2018.