Carles Puigdemont es probablemente el dirigente político de los últimos años en Catalunya que más crédito ha tenido y más rápidamente lo ha perdido. Cuando en enero de 2016 recibió el encargo de Artur Mas de tomar la presidencia de la Generalitat, poco sabía dónde se metía. La condición de alcalde de Girona —el primero de CiU que había arrebatado el cetro al PSC— le había empezado a dar, junto con la de diputado en el Parlament, cierto protagonismo más allá de su círculo de influencia, pero para los cenáculos de Barcelona, convencidos de que todo lo que pasa fuera de los pocos palmos cuadrados que hay entre el mar, la montaña y los ríos es como si no existiera, todavía no era nadie. De entrada, le pareció que el mundo se le venía encima, pero muy pronto tuvo la medida tomada a la nueva situación y demostró a propios y extraños que tenía tablas suficientes para afrontar el reto.

Y a medida que avanzaba el camino de aquel "referéndum o referéndum" que finalmente quedó fijado para el 1 de octubre de 2017, su talla política crecía y crecía. Los cenáculos de Barcelona, e incluso los de Madrid, le abrieron la puerta, aunque fuera a regañadientes, porque era obvio que se había convertido en la personalidad más relevante de toda la escena política española del momento, y también en el extranjero. Pero, sobre todo, dentro de Catalunya se convirtió en el referente de todos los ciudadanos de buena fe que habían apostado por la independencia de su país, y que nunca se habrían imaginado que todo ello acabaría siendo una gran mentira. Lo veían como un independentista convencido de toda la vida, a diferencia de Artur Mas, que se había sumado al movimiento a última hora por la necesidad de no quedar políticamente fuera de juego ante el impulso que había tomado a partir de 2010 y en especial a partir de 2012.

Para todos ellos fue un líder indiscutible, que cuanto más tiempo pasaba más crédito ganaba e incluso más carisma adquiría. La maniobra para despistar a la Guardia Civil y poder votar el 1 de octubre y la vaga general del día 3 lo encumbraron en lo más alto. El ascenso fue meteórico en los veintiún meses que van entre enero de 2016 y octubre de 2017. El hechizo, sin embargo, se empezó a desvanecer con aquella declaración de independencia del día 10 que solo duró ocho segundos y con la desbandada general tras la ficticia proclamación del día 27 en el Parlament. A partir de este hecho, Carles Puigdemont inició el camino, lento pero inexorable, de la decadencia. Algunos, no muchos, ya advirtieron entonces de la gran estafa que había liderado, a costa de ser mirados de reojo por el establishment procesista. A otros les ha costado años darse cuenta y todavía hay unos cuantos, cada vez menos, que no ven ni querrán ver nunca la mala jugada de la que fueron objeto. Ahora, sin embargo, los que tienen claro que todo ello fue una tomadura de pelo son mayoría. Y de ahí los lamentos no solo de JxCat, también de ERC y la CUP, por los apoyos que han perdido como consecuencia del comportamiento de todos estos que han dejado de votarlos.

En las elecciones del 21 de diciembre de 2017, convocadas por quien era presidente del gobierno español, el entonces líder del PP, Mariano Rajoy, en virtud de la aplicación del artículo 155 de la Constitución que suspendía el autogobierno de Catalunya, el 130º president de la Generalitat, desposeído del cargo, se presentó con la promesa —después de haberse ido a Bélgica para evitar que lo detuvieran— de que si lo votaban volvería. Lo votaron y no volvió. Desde ese momento, el compromiso se ha repetido, una vez tras otra, en las sucesivas elecciones que ha habido hasta las últimas, las catalanas del pasado 12 de mayo, en las que, además, la promesa fue doble. Por un lado, prometió por enésima vez que si lo votaban volvería y que, en cualquier caso, estaría presente en la investidura del nuevo president de la Generalitat, fuera él u otro, pero convencido, a saber por según qué pactos secretos alcanzados con el PSOE para permitir que Pedro Sánchez continuara en la Moncloa, que sería él. Por otro, anunció que, si a pesar de todo no podía volver a ser elegido president de la Generalitat, se retiraría de la política activa.

El problema de Carles Puigdemont es que desde octubre del 2017 ha dicho una cosa y ha acabado haciendo otra, que no ha cumplido ni uno solo de los compromisos adquiridos, que ha fingido que mantenía una confrontación con el Estado español que, más allá de la retórica subida de tono, consiste en colaborar como hace ERC sin tantas estridencias

El retorno fue la pantomima del 8 de agosto, visto y no visto como si pretendiera emular los ocho segundos de la declaración de independencia. Y la retirada de la política activa es evidente que tampoco se ha cumplido. Pero no solo eso: no solo no se ha ido, sino que, a pesar de la retahíla de incumplimientos, vuelve a presidir su partido, JxCat, que de todas formas siempre había dirigido, aunque no tuviera cargo orgánico. No acepta, eso no, hacer el papel de jefe de la oposición, porque sería rebajarse —ser el jefe de la alternativa a Salvador Illa es la muletilla de la propaganda que toca ahora—, pero mantiene el escaño en el Parlament, porque de una manera u otra hay que vivir. Y muy legítimo que es. Como lo es que siga haciendo política y que la quiera hacer desde el retorno al autonomismo de toda la vida, al más puro estilo de lo que había hecho CiU.

El problema no es este. El problema de Carles Puigdemont es que desde octubre de 2017 ha dicho una cosa y ha acabado haciendo otra, el problema es que no ha cumplido ni uno solo de los compromisos adquiridos, el problema es que ha fingido que mantenía una confrontación con el Estado español que, más allá de la retórica subida de tono, consiste en colaborar como hace ERC sin tantas estridencias. El problema es que, como hacía CiU en sus mejores tiempos —los de Jordi Pujol y Artur Mas, que han avalado precisamente este regreso a las esencias—, quiere hacer creer lo que no es. Eso es lo que le ha hecho perder el crédito que tenía. Y volver a encabezar orgánicamente, como nuevo presidente de la formación —en detrimento de una Laura Borràs que de la misma forma que subió ha bajado—, el proyecto de JxCat no hace, al margen de la parroquia que acríticamente dice amén a todo, que lo recupere.

¿Qué credibilidad puede tener un dirigente político que ha actuado y actúa de esta manera? Y que tras el congreso de este fin de semana, que simbólicamente JxCat ha querido hacer coincidir con el séptimo aniversario del 27 de octubre del 2017 —no se sabe muy bien si para recordar una declaración de independencia que fue una comedia o la estampida que se produjo después, encabezada por el 130º president de la Generalitat—, sigue rodeado de las caras de CiU de siempre. Por si a alguien todavía no le queda claro, JxCat, después de recoger los restos del PDeCAT y Demòcrates de Catalunya, que no hay que olvidar que es el heredero de Unió Democràtica de Catalunya (UDC), que se separó de Convergència Democràtica de Catalunya (CDC), se ha fusionado de nuevo. Los incombustibles Jordi Turull y Antoni Castellà así lo han rubricado. Es decir, han rehecho, con otro nombre, la alianza que comenzó en 1978 y se rompió en 2015.

Y ahora lo que esperan es que un día de estos justamente Jordi Pujol y Artur Mas, como dos ovejas descarriadas, vuelvan a casa —¿quizás por Navidad?— y se afilien a JxCat: el primero no ha militado en ningún otro sitio después de CDC y el segundo había asegurado que una vez muerto y enterrado el PDeCAT tampoco quería militar en ningún sitio más (se ve que eso de no cumplir lo que se dice viene de lejos). Ah, y a Laura Borràs le dan la presidencia de la fundación aportada por la banda democristiana —que siempre ha sido la más ideológica y la más espabilada de la pareja a la hora de pelearse con los números— para que no se enfade. Talmente como si nada hubiera cambiado.