El fútbol es política, y solo uno tonto o un nacionalista español se atrevería a negarlo. No es porque los nacionalistas españoles sean tontos, entendámonos: hay de todo en la casa del Señor. Es porque el nacionalismo español, como buen nacionalismo de Estado, tiene las herramientas para jugar a la neutralidad. Desde el fin del procés, una parte del país se ha despolitizado sentimentalmente. Escribo sentimentalmente porque un grueso importante de ciudadanos de nuestro país —los que no se dedican todos los días a leer articulismo político o ya ni siquiera aguantan una rueda de noticias del 324— siempre se ha relacionado con él desde un instinto de piel, de emociones. Pero una relación con lo político poco racionalizada siempre convierte al ciudadano en alguien más manipulable, porque no tiene ni los incentivos ni los mecanismos para combatir según qué seducciones desde la cabeza.

Los grandes acontecimientos deportivos, igual que Eurovisión o cualquier cutrez en la que a los catalanes se nos fuerce a sentirnos representados desde la españolidad, juegan el juego de la euforia imparcial. Las victorias españolas son una asimilación desde la alegría, en la que, si no te sientes representado, eres cómplice de la tristeza de mezclarlo todo con la política. Si no eres lo bastante español como para celebrarlo, reafirmas todos los estereotipos del catalán agrio que nadie quiere ser. En un momento en el que ser catalán y defender la propia identidad tiene que ser una militancia consciente, el nacionalismo español invita a desprenderse del esfuerzo de la conciencia para subirse al carro de todo lo que hace vibrar sin tener que pensar mucho. Incluso los que tienen que pensárselo un poco encuentran en la izquierda española, obstinada en resignificar la bandera, preparada para llenarlo todo de Gramsci, de barrio y de antirracismo, mientras los jugadores de la selección española gritan "¡Gibraltar español"!, amorrados al micrófono. Incluso la incapacidad de la izquierda española para abrazar la historia de la nación de la que forman parte y de entender que el nacionalismo español es inherentemente reaccionario, trabaja para españolizar.

Las victorias españolas son una asimilación desde la alegría, en la que, si no te sientes representado, eres cómplice de la tristeza de mezclarlo todo con la política

El nacionalismo banal, el nacionalismo de Estado, es seductor porque ni comporta riesgos, ni exige compromiso. Es cómodo porque para adherirse a él no hace falta pasar por la razón cuál es la intención que hay detrás. De hecho, ni siquiera hace falta plantearse si existe ninguna intención. El catalán —nacionalmente catalán— que defiende la compatibilidad de este nacionalismo banal español con un nacionalismo catalán político —que sería electoral, más bien, porque ambos son políticos— lo hace por pereza. No analizarlo intelectualmente, no pensar, es la única forma de sustentar una contradicción dolorosa: lo que te produce alegría es símbolo de la nación que trabaja día tras día para aniquilarte. La inercia deportiva emocional que hace que te identifiques con la selección española pretende capar la inercia identitaria que, a pesar de todo, te hace ser catalán. Tirar del hilo de la contradicción conlleva racionalizar estas pulsiones y volver a tomar los riesgos de la politización. Tras una derrota, sin embargo, el riesgo te transporta automáticamente al trauma. Es de esta forma como la sombra de las consecuencias de no haber hecho la independencia, de haber chapuceado esa idea y haberla abocado a la ridiculización, se alarga hasta hoy.

El país cambia, pero no cambia tan rápido como para echarse las manos a la cabeza y firmar su muerte a raíz de la victoria española en la Eurocopa. No se puede hacer un análisis ni política ni demográfica, porque al juego de seducción al que juega el nacionalismo español, el de la banalidad, ahora mismo no podemos jugar desde el nacionalismo catalán. No en los mismos términos, al menos. Ser catalán, ser una nación minorizada y colonizada, ser la nación a asimilar y a batir, nunca es neutral. Me sabe mal por todos los que, después del chaparrón del procés, buscan un espacio político que no los comprometa mucho, pero siendo catalanes en el Estado español, todo los comprometerá. En vez de pretender que el juego de nacionalismos sea el mismo, en vez de comprar el marco en el que a ellos siempre los vemos como los ganadores y a nosotros como unos perdedores que aman lo que son a pesar de la derrota, lo que nos hace falta es volver a enderezar un contexto político en el que los catalanes sientan que salir de la neutralidad envenenada les vale la pena. En el que racionalizar cada contradicción identitaria que han dejado pasar por pereza les haga comprender que la emocionalidad que los seduce y que creen inofensiva es todo lo que políticamente quiere hacerles desaparecer. No existe neutralidad cuando el enemigo lo utiliza todo, también el nacionalismo banal, para asimilarte. El fútbol es política porque la única manera de hacer salir a algunos catalanes de aquí es elevando y rearmando la idea que estos últimos años ha identificado catalanidad y derrota más que nunca: la idea de la liberación nacional.