Gabriel Rufián llegó a la política de sopetón. Casi por azar. No tenía ningún tipo de pedigrí. Ni familia política ni carnal que lo apadrinara. Era como una seta de la primavera republicana.
Cuando charló en la Meridiana el 11 de Septiembre de 2015, su bautismo de fuego, lo hizo en castellano, por voluntad propia y pese a unos cuantos que no aceptaban que hablara en castellano. Otros, como el presidente de la ANC de aquel momento, sencillamente es que no lo querían ver ni en pintura encima de la tarima. Curiosamente, uno de los que se lo miraba con buenos ojos aquel día era Quim Torra. Defendió su intervención en el acto pero, también, que hablara en castellano. Claro que aquel Torra tiene poco que ver con el personaje que representa en la actualidad. De hombre de consenso y conciliador en punta de lanza de Nosaltres Sols!
Rufián era una de las caras conocidas de Súmate, una organización formada, en buena parte, "por catalanes de lengua y cultura de todas las partes del territorio español que, por cuestiones familiares y/o de origen, hemos mantenido este patrimonio sin renunciar por ello a ser y formar parte activa de la comunidad nacional catalana", según reza su manifiesto. Abreviado, y en origen, reivindicaban ser indepes de lengua castellana. Esta era la cuestión diferencial, porque hasta aquel momento el independentismo iba asociado a una determinada lengua, la catalana. Y, en particular, Rufián ya apuntaba que el independentismo tenía que hablar de derechos sociales y económicos, de prosperidad. Lo decía y lo predicaba desde el primer día.
Los de Súmate no engañaban a nadie. Y mucho menos Gabriel Rufián, que no solo reivindicaba ser de lengua castellana, sino, también, defendía su uso, y precisamente esta era su aportación al independentismo. De aquí el absurdo de las críticas rabiosas de los pata negra del procés, muchos de ellos erigidos en guardianes de las esencias como buenos conversos a la causa.
Rufián irrumpió como un trueno y experimentó, desde el primer día, el desdén del mundo convergente como ahora experimenta el de su enésima refundación. Como también ha sufrido desde el primer día la hostilidad y menosprecio de buena parte de las élites del país, ya sean económicas, mediáticas o académicas. No lo ha tenido nunca fácil por los lugares donde ha pasado: digerir que un recién llegado surgido de la nada te pase por delante y se erija en referente no es fácil, sobre todo si eres de mente estrecha y envidioso.
Lo odian porque está donde está, porque se ha hecho grande encima de la miseria intelectual de tantos otros. Lo odian porque no saben más, porque sueñan con los ojos cerrados, porque viven frustrados y frustrando, y porque, a falta de talento y aportación, expresan su vocación con tanto resentimiento que abrazan la causa que dicen defender hasta asfixiarla
El auténtico valedor de Rufián ha sido siempre Oriol Junqueras. El líder republicano siempre ha entendido la importancia de sumar y llegar a todo el mundo. Y si bien Junqueras fue el padrino, el mentor en Madrid fue Joan Tardà. Las dos personas que más respeta y admira Rufián. Unos y otros no son precisamente santo de la devoción de los pata negra que se ahogan en la bilis que ellos mismos segregan.
Rufián también despierta una profunda animadversión por parte de la derecha española. Tanto o más que la catalanísima, que —sea dicho— no se ha cortado nada. Los más nacionalistas de un signo y otro le tienen verdadera aversión. También es, en el fondo, una cuestión clasista. Entre otros, porque les rompe la cintura y los esquemas cuadriculados: esto de que un tío de Santako, de familia de Jaén, les haga este papel les hace perder los estribos.
Rufián representa como nadie al independentismo que quiere ganar y ser hegemónico, tanto en comarcas como en las grandes ciudades. Él es, de hecho, el prototipo de un votante de barrio del PSC más que de los Comunes. Él, Rufián, escenifica como nadie el país que quiere salir del aprieto, con toda su complejidad, y evidencia que el problema del país no es de lenguas, sino de futuro, de viabilidad. Él es de los que suma, de los que llega allí donde no llega nadie más —con permiso de Junqueras—. Representa la Catalunya impura frente a la Catalunya pura y pequeña que se mira el ombligo y llora todo el día sus desgracias, mientras descarga toda su frustración no ya contra molinos de viento sino contra los impuros.
Rufián es de los que trabaja el presente y proyecta el futuro en catalán, que es la lengua en la que decidió hablar a su hijo, toda una declaración de intenciones. Nada que ver con familias que son absolutamente el reverso de la moneda y que se atreven a predicar y a dar lecciones de catalanidad. Los Rufián son el futuro del país, aunque les pese a los que han hecho de la visceralidad su razón de ser y que les empuja hacia el abismo. Lo odian porque está donde está, porque se ha hecho grande encima de la miseria intelectual de tantos otros. Lo odian porque no saben más, porque sueñan con los ojos cerrados, porque viven frustrados y frustrando, y porque, a falta de talento y aportación, expresan su vocación con tanto resentimiento que abrazan la causa que dicen defender hasta asfixiarla.
Suerte que algunos se han arremangado pactando mejores condiciones para el catalán y su futuro, mientras otros se han inhibido sin atreverse a confesar que aquello que anhelaban era ver cómo todo fracasaba.