Parece que esta vez sí, que la enésima promesa de volver a Catalunya se cumplirá y Carles Puigdemont, después de casi siete años de exilio, cruzará por fin el Pirineo rumbo al Parlament. ¿Pero qué sentido tiene que el 130º president de la Generalitat retorne precisamente ahora? Humanamente, es comprensible que, una vez ha pasado tanto tiempo fuera, tenga ganas de deshacer el camino y de hacerlo cuanto antes. Políticamente, en cambio, es una decisión más que discutible que, mientras el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena se pase por el forro la ley de amnistía y mantenga la orden de detención a la que ponga un pie en España, no tendrá ningún efecto beneficioso ni para él ni para Catalunya.

Desde el punto de vista político, la vuelta del líder de JxCat habría tenido todo el sentido del mundo que se produjera en un momento de estos siete años, para la investidura abortada de enero del 2018, con motivo de las protestas por la sentencia contra los dirigentes catalanes que participaron en el referéndum del 1-O de octubre del 2019 o en cualquier otra ocasión señalada, antes del perdón, primero, de los indultos y, después, de la amnistía. Y habría tenido sentido, porque, más allá de cumplir los compromisos que, de lo contrario, ha incumplido de manera reiterada, habría puesto aún más en cuestión las costuras democráticas de un estado, el español, fallido y que al final JxCat y ERC han contribuido a rescatar respaldando a Pedro Sánchez y avalándole así las llamadas medidas de reconciliación para Catalunya.

El exilio ha sido una buena herramienta, sobre todo, para dejar en ridículo las acciones de una justicia española que ha visto como le enmendaban la plana en Bélgica, Alemania e Italia en el caso de Carles Puigdemont y en Suiza en el de Marta Rovira, y haberlo utilizado para plantear un retorno en uno de los instantes de confrontación más cruenta con el estado español habría podido resultar, aparte de efectista, muy efectivo para seguir denunciando como encarcelaba a dirigentes políticos libremente elegidos por la ciudadanía por razones puramente ideológicas. Pero esto es lo que no se ha hecho. Y si no se ha hecho durante este tiempo, ¿qué sentido tiene hacerlo ahora que los dirigentes de los partidos catalanes ya no tienen nada que confrontar con quien les ha perdonado todos los pecados, pero que, a pesar de ello, si vuelven, será para ir directamente a la cárcel debido a la rebeldía de cuatro jueces que se niegan a aplicar las medidas de gracia?

JxCat lo que tiene que hacer es preocuparse de sí mismo y no estar pendiente constantemente de los demás, sobre todo de ERC desde que se conoció el desenlace de las últimas elecciones catalanas

Antoni Comín lo tiene claro, y por eso ya ha anunciado que, al contrario de lo que preveía, la vuelta va para largo. ¿Por qué el 130º president de la Generalitat, en cambio, tiene necesidad de volver deprisa y no puede esperar unos cuantos meses que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea o el Tribunal Constitucional, o ambos a la vez, resuelvan sobre la ley de amnistía? ¿Prefiere regresar ahora sabiendo que será detenido y encarcelado en lugar de hacerlo completamente libre dentro de poco tiempo, y más teniendo en cuenta que todo indica que quien será investido president de la Generalitat no será él, sino el primer secretario del PSC, Salvador Illa? ¿Después de casi siete años fuera le viene de unos meses? ¿O es que JxCat quiere hacer del encarcelamiento de su líder, aunque sólo sea por muy poco tiempo, un momento tan épico como victimista para arañar votos como sea y de donde sea que le permitan ampliar aún más la distancia con ERC? Porque lo que está claro es que un retorno una vez perdonado, como ha sido el caso de Marta Rovira, de épica no tiene nada. Al contrario, se parece más bien a un funeral de tercera.

Debe ser esta la razón, y por eso JxCat hace días que prepara al personal para que se movilice —tiene previsto en este sentido un acto el sábado en la Catalunya Nord— para, llegado el día, evitar una posible detención de Carles Puigdemont, para que literalmente le proteja con su cuerpo para que la policía —los Mossos d'Esquadra en este caso— no se lo lleve. Una movilización que, tal y como están las cosas, difícilmente irá más allá de la propia parroquia. El 2017 habría podido ser efectivamente multitudinaria, pero ahora, con tanta gente escamada por el papel que han jugado los dirigentes de los partidos catalanes estos últimos años, hay poca que esté dispuesta a salir a la calle y a poner la cara por ellos, porque cuando lo hizo se la rompieron y ellos se desentendieron de todo. Qué sentido tiene, pues, tanta urgencia en volver si no es para ocupar de nuevo la presidencia de la Generalitat y para ser aclamado como el líder restituido después de haber hecho quién sabe qué. Que, sin embargo, tampoco es el caso.

Claro que si de montar un espectáculo y darle un cierto toque teatral al asunto se trata, siempre puede llegar de incógnito a Catalunya y presentarse sin que nadie lo sepa en el Parlament, donde el presidente actual, Josep Rull, ha dicho que lo protegería, porque no dejaría que la policía entrara en el palacio del parque de la Ciutadella de Barcelona (de hecho, no hace falta que entre, porque ya está dentro, con la guarnición permanente de los Mossos d’Esquadra que lo custodia). Otra cosa sería a la hora de salir, donde ya es más probable que en un momento u otro la policía lo acabara deteniendo. He aquí los movimientos de JxCat y sus antenas distribuidas en medio de diferentes estamentos de la sociedad civil para intentar mover a la ciudadanía para que lo ampare en todo momento. Algunas lo hacen discretamente y otras, a cara descubierta, como es el caso del nuevo presidente de la Assemblea Nacional Catalana (ANC), Lluís Llach, que talmente parece que se haya convertido en el recadero del exalcalde de Girona para fustigar sin piedad a ERC.

JxCat lo que tiene que hacer es preocuparse de sí mismo y no estar pendiente constantemente de los demás, sobre todo de ERC desde que se conoció el desenlace de las últimas elecciones catalanas, a quien ha decidido responsabilizar de todos los males habidos y por haber, incluido el eventual pacto con el PSC, como si la formación heredera de CiU no hubiera hecho lo mismo si pudiera. De hecho, suspira por hacerlo. Es una manera de presionar, en todo caso, al partido que provisionalmente dirige Marta Rovira, inmerso en una grave crisis interna tras los últimos y sonados fracasos en las urnas, con el único objetivo de que no invista a Salvador Illa y fuerce así la repetición de las elecciones. Una maniobra que interesa a JxCat, porque cree que no solo no empeoraría los resultados, sino que aumentaría la distancia con ERC, que es a quien menos apetece una alternativa de este tipo, porque sabe que acabaría de perder lo poco que le queda, mientras que llegando a un acuerdo con el PSC, por impopular que sea de entrada, tiene cuatro años por delante para rehacerse. Y, en política, cuatro años son una eternidad.

Por ello el interés de JxCat por ponerle el dedo en el ojo e incluso por hacer creer que si finalmente Carles Puigdemont es detenido, será también culpa de ERC. Cuesta, en especial desde que ha asumido entera la herencia de CiU, encontrar sentido a determinadas actuaciones de JxCat, más allá del puro interés particular que las mueve, como sucede en realidad en la hipótesis del retorno del propio 130º president de la Generalitat.