Justo al principio de la pubertad, solía hacer excursiones veraniegas a Barcelona. Era julio y pasaba la primera parte de días estivales en La Garriga, y con Jordi Crusat —un amigo desde los tiempos de cuna y vallesano de pura cepa— viajábamos en tren hasta Barcelona para ir al cine y comer en unos locales destinados a paladares noveles. Podría ser el Pokins, pero los locales eran más parecidos al Samoa, un restaurante situado en la parte alta del paseo de Gràcia donde servían unas pizzas a unos precios económicos, a la altura de un bulevar en horas bajas. Una de las películas escogidas fue El regalo, una comedieta francesa que hoy no pasaría la censura de los woke, pero de la que salimos enamorados hasta la polución nocturna de Clio Goldsmith, una actriz francesa de corta carrera, pero que coleccionó un montón de amores platónicos de largo recorrido entre jóvenes de corazones primerizos. ¿Y por qué explico esto? Pues porque el tren tardaba menos tiempo que ahora en recorrer los 40 kilómetros que separan La Garriga de Barcelona.
Para los usuarios de los trenes ha sido una septimana horribilis, homenajeando una expresión de Isabel II, que en paz descanse, solemne monarca que no debía saber exactamente en qué consistía esto que va sobre vías, transporta a gente sobreabrigada en invierno y sudada en verano, y que forma parte de los medios de transporte de los plebeyos. El matrimonio entre Carlos y Diana, como nuestros trenes, vivió mucho más que una septimana horribilis, y entonces, también la reina miró para otro sitio, talmente como nuestros Borbones, siempre tan campechanos. Pero en referencia a los trenes, la septimana ha sido horribilis y el Estado ha quedado retratado y, como siempre, desenfocado. Y yo y Meri hemos sido dos víctimas directas del desbarajuste. El sábado teníamos que coger un AVE en dirección a Zaragoza, donde tenían que recogernos para ir a Cariñena, y la estación de Sants estaba tan colapsada por culpa de un tren barato a consecuencia de una catenaria fundida, que tuvimos que ir a la patria de Lambán, uno de los barones rampantes del PSOE, en coche y por la AP-7, otra temeridad.
Por suerte, amenazaba lluvia, y la antigua autopista, ahora convertida en una vía experimental por los servicios territoriales de tráfico, estaba casi vacía. Lamentablemente, eso de viajar por la AP-7 nos está saliendo caro a los usuarios, a pesar de su gratuidad. Todo lo que el Estado no recauda con los peajes, lo recupera con una colección de trampas que convierten al conductor en un ser psicopático con la atención atrapada en un laberinto de señales y de flashes. A falta de peajes, multas. La excusa es la seguridad del ciudadano, tratado con un paternalismo anómalo pero usual, como si este fuera imbécil. Hay muchos conductores que tienen un currículum profesional mucho más extenso que una parte no escasa de autoridades que la única carrera que han hecho es la del servilismo de partido, como nuestro añorado Miquel Iceta, actual embajador delegado permanente de España en la UNESCO. Esta vez, tuvimos suerte, pero con los dedos cruzados esperando la catástrofe. La AP-7 es la víctima ejemplar de lo que se denomina el café para todos. En un Estado normal, todas las autopistas, incluidas las que viven en territorios subsidiados bajo la apariencia de autovías, deberían pagar peaje. Lo que era inverosímil era lo que históricamente sucedía: unos territorios pagábamos para que los demás disfrutaran de gratuidades. Unos territorios pagábamos, para que los demás nos tacharan de insolidarios. Spain is different.
La pasta que el Estado no se ha gastado en Rodalies, se la ha pulido en la construcción de una línea de alta velocidad ruinosa, destinada a convertir Madrid en el epicentro de los nostálgicos del imperio
Con la posibilidad de hacer el viaje cómodamente en tren, es una lata ser ratones en una autopista laboratorio. Desgraciadamente, es imposible solucionar un problema que se arrastra desde hace décadas, desde el día en que los gobiernos de Felipe González y de José María Aznar decidieron diseñar una España radial, con el kilómetro 0 convertido en el disco duro de la España soñada por los jacobinos y requetés reconvertidos en demócratas de toda la vida. Y en el saco de los jacobinos también incluyo a los dirigentes de Podemos, Sumar y Comuns, partidos que consideran el catalán un idioma de burgueses y, en algunos casos, una lengua pujolista. Puedo afirmar, por experiencia, que algunos ideólogos de estas formaciones tienen con Jordi Pujol la misma fijación que tenía el comisario Dreyfus con el inspector Clouseau y han acabado locos de españolismo.
La pasta que el Estado no se ha gastado en Rodalies, se la ha pulido en la construcción de una línea de alta velocidad ruinosa, destinada a convertir Madrid en el epicentro de los nostálgicos del imperio. Este era el gran sueño de Felipe y de José Mari, para quienes la red ferroviaria era fundamental para supeditar la economía de las comunidades autónomas a la capital del Estado. Mirando el mapa del alta velocidad, parece que la red esté construida para que los madrileños, puros o impuros, puedan ir de vacaciones a trescientos kilómetros por hora y hacer realidad ese sueño castizo de que Madrid tenga, finalmente, playa. Un tarraconense que quiera ir a Salou en un tren de Rodalies tarda más en llegar que un madrileño en viajar de Atocha a la playa de la Malva-rosa.
Como siempre, la septimana horribilis protagonizada por Rodalies se alargará hasta que el Estado no tenga una verdadera mentalidad plurinacional y eso no pasará nunca en un país que construyó un ancho de vía distinto al europeo para mantenerse protegido de los vientos ideológicos de Europa. La información extraída de Google es diáfana: "se denomina ancho ibérico al ancho de vía entre la cara interna de los rieles, comprendido entre 5 pies portugueses (1.665 mm) y 6 pies castellanos (1.672) característico de la península Ibérica tanto en España como en Portugal”. Ortega y Gasset ya dijo que "España fue una espada cuyo puño estaba en Castilla y la punta en todas partes". Una frase para enmarcar, como otra que no es ni de Ortega ni de Gasset y que dice: “donde un español no alcanza con la mano, llega con la punta de su espada”.
De aquella época en la que me enamoré de Clio Goldsmith, hacíamos la bromita con las siglas de RENFE. RENFE significaba: Rogamos Empujen Nuestros Ferrocarriles Estropeados. Hoy, mientras esperamos a que la mentalidad de un país cambie para tener unas Rodalies como es debido, podemos tomar un atajo haciendo vagones de porexpán. Frágiles pero ligeros, los viajeros se los podrán cargar en la espalda en caso de avería y andar hasta la estación.