Hasta hace pocos meses, mi republicanismo era tan firme que incluso decidí colgar en el lavabo de casa un cartelito que dice 'Can Felip'. Ahora bien, todo empezó a cambiar inesperadamente cuando este verano, de vacaciones en Nápoles, una mañana bebí uno de los mejores cafés de mi vida. No fue en un bar, sin embargo, sino en el hotel donde me alojaba, por eso osé preguntar a la jefa del lugar cómo había hecho aquel espresso delicioso, con una cremosidad de terciopelo y un cuerpo más denso que un bombón relleno. Creía que me hablaría de una moka del año de la Mariacastaña, de la técnica de poner la cafetera a fuego muy bajo o de algún tipo de café italiano imposible de encontrar en el Bonpreu Esclat, pero mi sorpresa llegó cuando me enseñó una cafetera que era como una Nespresso, pero de otra marca.
"Stai scherzando", le dije pensando que me tomaba el pelo mientras ella me explicaba que era "vero caffè napoletano", pero aplicado en monodosis compostables en vez de cápsulas. Me parecía imposible que aquel aparato tan aparentemente poco auténtico hiciera un café tan perfecto, pero con el fin de demostrármelo me sirvió otra tacita. Realmente era tan bueno como beberse un ristretto de pie en medio del Gran Caffè Gambrinus, pero el enamoramiento a primera vista se truncó de cuajo cuando descubrí el nombre de la marca: Borbone. Busca la máquina en Google y cómprate una para tu casa, me dijo ella, pero lógicamente me tuve que poner serio de golpe y explicarle el motivo que me lo impedía. "Non posso", le dije, noi siamo catalani, e i borboni sono il nemico".
Pasaron los días, las semanas y los meses, y cada mañana cuando me levantaba seguía haciéndome el café con mi moka Oroley, que por algo es una marca de Vilafranca del Penedès, llena de mi café Novell. Me sentaba a desayunar éticamente tranquilo, sabiendo que mi primera dosis de cafeína diaria era coherente con mi manera de pensar, aunque después llegara al trabajo y me preparara uno con la Nespresso comunitaria de la oficina. A pesar de comprar cápsulas de 'Ristretto', me seguía pareciendo un café aguado e insípido, lejos de aquel espresso monárquico de Nápoles. Fue entonces cuando un día, en un ramalazo de botiflerismo, me dejé seducir por las tentaciones enemigas y entré en la web de Caffè Borbone para ver cuánto costaba la cafetera de las narices. La monarquía siempre ha sabido venderse bien, incluso a los catalanes, por eso viendo que valía poco más de 100€, caí de cuatro patas: compré la máquina y un paquete de 150 monodosis.
Una semana más tarde me llegó a casa un paquete inmenso, grande como el imperio mediterráneo que algún día compartimos con los partenopeos, donde dentro había la anhelada cafetera. Como tengo un conejo a quien le gustan las guaridas, hice unos agujeros en la caja donde se lee Borbone con el fin de convertirla en su nuevo palacio, que es como la Zarzuela pero de cartón. Desde entonces, cada mañana le pongo una hoja de escarola para desayunar delante de la puerta de su castillo borbónico mientras yo me preparo un café napolitano de escasos 15 ml que cae gota en gota, lentamente, casi con la placidez de un pañuelo de seda precipitándose sobre el suelo con el remoloneo de un desmayo. Después me siento en el sofá, miro mi conejo atiborrándose a mi costa en un palacio pagado por mí, hago uno de los dos tragos a la taza y me convierto durante un minuto no solo en un monárquico recalcitrante, sino sobre todo en uno borbónico de piedra picada con tentaciones de ir a trabajar con una corbata verde. Son instantes catárquicos, lo confieso, ya que mientras paladeo la cremosidad del café en los labios, experimento como de más tranquila sería mi existencia con un rey velando y personificando las instituciones, la memoria, la lengua, la defensa y la representación de mi nación.
Después, sin embargo, de repente me acabo la taza, recuerdo que vivo en el siglo XXI y me doy cuenta de que precisamente el café se llama Borbone por la nostalgia napolitana de cuando eran una nación próspera y libre, teniendo la soberanía de todo eso que ahora Nápoles ya no tiene. Entonces, todavía con el aroma de café en los dedos, recuerdo que nosotros también ya hace siglos que no solo no tenemos rey, sino que tenemos uno en contra, pero que en cambio hemos conseguido salvaguardar todo aquello que fuimos sin preservarlo en el altar de la nostalgia, sino del resistencialismo encarado al futuro. Por eso cuando vuelvo a la cocina para limpiar la taza, después de mi minuto monárquico de cada mañana, retorno a la certeza que el único devenir que me interesa es aquel en el cual la soberanía no recae en un monarca, sino en el anhelo de millones de personas que tratamos de construir un futuro próspero y moderno, lógicamente ligado a las raíces y glorias del pasado, pero no entendiéndolas como un cofre lleno de polvo que hay que desenterrar, sino como un trampolín desde el cual darse impulso para volar más alto. Después, sencillamente, tiro la monodosis compostable Borbone a la basura, como tiene que ser, y digo adiós a mi conejo, el único rey del cual soy súbdito.