No sabemos desde qué edad somos culés. No somos capaces de decir el primer recuerdo consciente de ser del Barça porque toda la memoria que tenemos es blaugrana. De hecho, la ciencia algún día certificará que esto es genético e inmutable. Somos del Barça desde antes de tener uso de razón, pero eso tampoco es exactamente así porque ser culé se escapa a la razón, a cualquier explicación mínimamente lógica. Ser del Barça es un sentimiento, con todo lo qué eso significa: es irracional, a veces incomprensible, es incondicional y no tiene medida pero tampoco remedio. Tengo pruebas que lo demuestran: después de la final de la copa de Europa contra el Steaua de Bucarest, lo más normal sería que, como todo trauma infantil, una generación entera de niños, niñas y jóvenes se apartara para siempre de aquello que le había provocado aquel impacto y, por lo tanto, abandonar para siempre no ya al Barça, no el fútbol, sino el deporte en general y aficionarse en las películas de Steven Spielberg, que nunca decepcionan. Pero volvimos. Y de hecho no es que volviéramos, sino que nunca nos fuimos porque nunca se deja de ser culé.
No tiene ningún sentido sufrir por un partido de fútbol. No hablo de una final de Champions, sino un simple Rayo-Barça de un mes de agosto en el que los de Vallecas empezaron ganando. Digo sufrir, sí. El verbo es exactamente este. No vamos a ver películas de terror porque no nos gusta que, sin tener ninguna necesidad, en nuestros ratos de ocio nos den sustos. Y, en cambio, sufrimos cuando en el minuto 97 vamos 2 a 1, el árbitro no acaba de silbar el final y el contrario inicia un contraataque. Tenemos unos cuantos quebraderos de cabeza en la vida, pero solo una derrota nos quita el apetito y aquella noche no cenamos. Lo mismo con el insomnio: deseamos que los partidos a las nueve de la noche sean plácidos porque en caso contrario no conciliaremos el sueño hasta que no haya bajado la adrenalina. Y evidentemente hemos tenido rupturas sentimentales que nos han hecho llorar mucho menos que cuando se marchó Messi.
Ser del Barça implica aplaudir una triangulación allí donde otras aficiones aplauden un córner
Este amor también nos lleva a, contra toda coherencia estética, encontrar preciosas las camisetas de cada temporada. Las de la primera, segunda y tercera equipación. No sabemos por qué pero en vez de decir que la encontramos bonita nos sale uno "qué guapa" con una expresividad propia de un usuario de gimnasio low cost; la G casi ni se pronuncia. El himno lo sabemos también de manera innata pero aquí sí que, además de irracionalidad culé, hay criterio literario: la obra que hizo Josep Maria Espinàs es sublime. Cada frase es un lema, una reivindicación, una tarjeta de presentación al mundo. Y por eso cuándo se genera un grupo de opinión, un documental o un reclamo publicitario siempre se acude a él: Un Clam, Gent Blaugrana, Una bandera ens agermana, Tant se val d’on venim, Blaugrana al Vent, Un Crit Valent, Tenim un nom. Es la letra en catalán más universal que tenemos. Y eso tampoco tiene discusión.
Ser del Barça también implica aplaudir una triangulación allí donde otras aficiones aplauden un córner a favor, así como celebrar que a pesar de ir ganando 4 a 0 en el minuto 86 los delanteros sigan presionando arriba. También nos dirigimos a los críos de la cantera como si fuéramos sus tíos y no unos aficionados: nos sentimos orgullosos, nos sabe mal cuando pierden la pelota, los reñimos entrañablemente, los perdonamos al cabo de dos minutos y nos volvemos a sentir orgullosos. Y es verdad que la apuesta por el talento de casa no es un invento exclusivo del Fútbol Club Barcelona, pero sí que lo es que esta renovación generacional dé títulos y alegrías cíclicamente. Mucho antes de que alguien le pusiera nombre a eso de las energías renovables, el Barça ya se había inventado una de inagotable: la Masia.
El club más singular del mundo también tiene secciones en otros deportes. Eso también es poco habitual pero no exclusivo. Lo que sí es bastante único es que a pesar de se juegue a baloncesto o a hockey patines el equipo siga manteniendo la palabra Fútbol en la camiseta. No hay muchas marcas en el mundo que soporten esta disociación entre el producto y el naming.
También es patrimonio del Barça desafiar regímenes: el del 4-4-2, el de los patrocinios, el franquista o el florentino
Y claro, damos por descontado que si hay una irrupción mundial del fútbol femenino nuestro Barça será quien lo liderará, igual que décadas atrás Cruyff revolucionó el deporte rey del planeta, primero como jugador y después como entrenador. En las dos ocasiones lo hizo en Barcelona; no lo hizo en Inglaterra, no lo hizo en Brasil, y por descontado, no lo hizo en Madrid, allí donde solo conciben las revoluciones como una cosa a aplastar, combatir y cuando no lo consiguen, a copiar; pero nunca a protagonizar. Y eso de desafiar regímenes también es patrimonio del Barça, ya sea el régimen del 4-4-2, el franquista, el de los patrocinios o el florentino. Quizás por este motivo, el Barça es de los pocos equipos de Europa que en el minuto 90 no le tiemblan las piernas en el Bernabéu. Solo nosotros los podemos ganar jugando a nuestra manera. Y si este último párrafo ha quedado muy sobrado es también gracias al Barça y concretamente a la santísima trinidad de Cruyff, Guardiola y Messi que permiten pensar con mentalidad ganadora. Mentalidad ganadora y sentimiento eterno porque si de una sola cosa podemos estar seguros en esta vida es que de aquí 125 años seguiremos siendo del Barça.