Perro ladrador, poco mordedor. Tantas revueltas, tanta estación caliente, tantos cantos de cisne, tanta gesticulación grandilocuente, tanta jugada maestra y lo cierto es que todo está por hacer y que la única certeza en el horizonte es la proximidad del juicio a los presos del 1 de octubre. Ya se dice que no hay más ciego que el que no quiere ver. La única acometida de verdad ―después del inmenso error de haber malgastado la investidura de Jordi Turull― es el juicio a las urnas, el juicio a unos hombres y mujeres que llevan más de un año en la prisión y por los cuales se piden centenares de años de prisión. Y este juicio al 1 de octubre, este oprobio a la democracia, a la voluntad popular, hay que saber rentabilizarlo al máximo.
Tocar con los pies en el suelo es imprescindible para avanzar. Toda actitud que no sirve para sumar tiene que ser descartada de facto
Las fanfarronadas tienen el recorrido que tienen. El país que tenemos, plural y complejo, se ha ganado el derecho a ser lo que le dé la gana. Y es sobre esta pluralidad que hay que trabajar y asentar la victoria republicana y derrotar al régimen de la restauración borbónica. No sobre realidades virtuales, ni paraísos imaginarios en la nube. No se construye nada sobre el griterío de temerarios ―el verdadero atajo para condenarnos al autonomismo de facto por años y años―, ni sobre la crispación, ni con consignas encendidas de akelarres patrióticos que sólo encienden a los más entusiastas y los alejan del resto del país. "Hay un catalanismo nacionalista que entiende que el internacionalismo es una rendición, que entiende que el fascismo es un problema español y que alecciona a presos catalanes o a Otegi desde el sofá de casa. Es el cáncer del independentismo", sentenciaba Pau Llonch, con toda crudeza; una sentencia no más sutil que lo que hace años ya había escrito Joan Manuel Tresserras, una suerte de aforismo que decía: "La Catalunya pura es enemiga de la Catalunya libre". Nunca se ha construido nada positivo que no se asiente sobre valores universales, que son los que cimientan victorias, que son los que hermanan voluntades y mayorías democráticas frente a un Estado que involuciona a velocidad de vértigo.
Tocar con los pies en el suelo es imprescindible para avanzar. Cualquier actitud que no sirva para sumar tiene que ser descartada de facto. Tras el despropósito frustrado no hay futuro, tras una capucha sólo a veces hay coraje y siempre la voluntad de esconderse (por legítima y comprensible que esta pueda ser) y la proyección (en la actual coyuntura) de una imagen que no genera, en el mejor de los casos, ningún tipo de complicidad. La fuerza de una mayoría democrática reside en la resiliencia de la mayoría que la sustenta, en su determinación y capacidad de seducir. No en radicalización estéril, ni en la consigna pancartera; ¿si en el Camp Nou los Boixos Nois (por muy bien que vayan sus cánticos cuando el estadio es frío) fueran los que pretendieran imponer sus tesis y señalar el verdadero camino, qué pensaríamos? Gritar ofuscado, blandir la estelada con furia contra todo bicho viviente (como si todo fuera sobre banderas) y hacerse el valiente pavoneando una pretendida fuerza que no tenemos y predicando con un ejemplo que no se ve por ningún sitio, ni nos otorga más razón ni nos ayuda a sumar ni a tejer complicidades.
La exigencia de todos y para todos. El tiempo, inexorable, pone a cada uno en su lugar.