Junto a las hazañas de Kílian Jornet, hay un nombre que ha brillado con luz propia en los últimos años. Mingote se había erigido en el mejor alpinista —himalayista— en una tierra de grandes alpinistas. La afición al montañismo en Catalunya viene de lejos y significados montañistas eran eminentes personajes como Pompeu Fabra o Joan Coromines, este último, el primer hombre en pisar la penúltima cumbre virgen de los Andes, el Cerro Blanco, que renombró como Olonquimini, recuperando el nombre indígena.
Mingote estaba decidido a pulverizar lo que hasta hace cuatro días estaba sólo al alcance de la trayectoria vital de los mejores alpinistas. Mingote se había planteado hacerlo en 1.000 días, un plazo casi insultante. Eso es, pisar los catorce ocho mil del Himalaya en menos de tres años. A un ritmo de cinco cumbres por año, una proeza estratosférica, cuando sólo algunos de los alpinistas poseedores de las 14 cimas habían sido capaces de hacer dos el mismo año. Òscar Cadiach, el primer catalán en hacer los catorce 8.000 sin oxígeno, no hizo nunca más de uno por año. El primero en 1984, el Nanga Parbat, la cumbre de los alemanes. El último, en el 2017, el Broad Peak, la de los austríacos. Hacer los catorce en menos de tres años es como bajar, de golpe, tres décimas el récord del mundo de los cien metros lisos. O hacer el maratón con un registro que se avanza diez años a la progresión natural.
La epidemia de la Covid obligó a Mingote a suspender el proyecto cuando llevaba un ritmo frenético, seis en un año. La Covid rompió su sueño, pero el espíritu de superación que lo empujaba hizo que aceptara una propuesta sobrevenida, liderar una expedición para pisar la última cumbre de ocho mil metros que se resistía a ser vencida en invierno, el imponente K2. La colosal cumbre de los italianos (ahora de los nepalíes, un cambio de paradigma histórico) es lo único que se mantenía virgen ante la acometida del alpinismo moderno, mayoritariamente occidental, infinitamente más preparado y con una disposición de recursos, incluida la tecnología, que ni remotamente estaba al alcance de los pioneros. Un K2 que precisamente tuvo en Cadiach uno de los artífices de una de las gestas mundiales del alpinismo, cuando su expedición culminó la Magic Line, la variante más difícil (expuesta) al ocho mil más complicado. Sólo Jordi Corominas hizo cima en aquella expedición mientras Manel de la Matta perdía la vida en el descenso al lado de Cadiach.
Mingote se ha dejado la vida haciendo aquello que lo apasionaba, escalar montañas, intentando superarse, asumiendo unos riesgos personales impensables para la mayoría de mortales
Como tantos otros alpinistas extremos, Mingote se ha dejado la vida haciendo aquello que lo apasionaba, escalar montañas, intentando superarse, asumiendo unos riesgos personales impensables para la mayoría de mortales, exponiéndose cada vez un poco más para hacer aquello que nunca nadie antes había ni siquiera osado intentar. Y como tantos otros, ha muerto en el descenso, siempre potencialmente más peligroso. Recuerdo una entrevista en la revista Desnivel al primer rider que quería bajar íntegramente el K2 con snow. El sherpa que lo acompañaba, una vez alcanzada la cima penosamente, le dijo y repitió que abandonara la loca idea, que se mataría. La respuesta fue "morir no es tan importante". Y efectivamente, apenas iniciado el descenso cayó y nunca más se supo nada.
La adicción al riesgo, a la aventura, es inherente al deporte extremo. Son pocos los alpinistas extremos que lo dejan y lo pueden saborear frente a los que se dejan la vida. En el caso de Mingote, una vida fecunda, como inveterado militante sindicalista, con Avalot, una heterogénea generación de sindicalistas que cambió, desde la base más joven, la fisonomía partidista de la UGT al incorporar numerosos cuadros que provenían del independentismo y, en particular, de ERC. Hay que decir que este no era el caso de Mingote, que fue durante siete años el alcalde del PSC en Parets del Vallès. Una rara avis, porque curiosamente cuando pisó el Everest, en el 2003, desplegó una estelada, un gesto sorprendente ante su currículum político. Y allí arriba, en la cumbre del mundo, no hay ninguna tienda de souvenirs donde te ofrecen una para hacerte una foto. Todo aquello que se hace en la cima del mundo es premeditado, estudiado y pensado ya no desde el campo base, sino, meses antes, cuando se planifica la expedición. En otra ocasión desplegó una pancarta reclamando una jornada laboral de 35 horas o lució el anagrama de Avalot. O haciendo proselitismo de su dedicación a personas discapacitadas.
Era un atleta formidable en una modalidad, el alpinismo, que ofrece una longevidad inusual al máximo nivel. Mingote habría cumplido 50 años este 2021. Y le quedaban muchos años para dedicar al alpinismo de máxima dificultad, para plantearse nuevos retos que muy seguro habrían sido proezas. Era lo que había escogido después de dejar la alcaldía de Parets en el 2018 y la política de partido, de la cual no renegó nunca, pero en la que fue un espécimen singular. Mingote ha sido un deportista excepcional, no sólo como alpinista: si bien en este ámbito destacaba y amenazaba con hacer añicos todos los registros anteriores. Pero también ha sido Mingote un hombre con una profunda conciencia social, un hombre que estos días recordaban prohombres socialistas, desde Pedro Sánchez a Salvador Illa. Pero al mismo tiempo sindicalistas de Avalot, como Cesc Poch, militante independentista, o otros como Carlos de Pablo, secretario general de la UGT del Baix Llobregat y junquerista de piedra picada. Y probablemente todos ellos se lo han sentido un poco suyo. Tanto como las montañas que le habían robado el corazón y que finalmente le han quitado el alma. Es difícil expresar qué significa morir por tus sueños, por una pasión difícil de entender cuando pasa por exponer la vida. Por todo lo que dejas atrás. La eterna pregunta existencial vinculada al instinto de superación de la condición humana, de algunos humanos, cuando menos.
Catalunya ha perdido a un hombre excepcional. Descansa en paz, que la tierra te sea leve.