En teoría, la ambición más inocente de cualquier escritor es tener lectores y dejar un mínimo legado literario. Si te pasas la vida escribiendo libros y veinte años después de morir nadie se acuerda de tus libros o nadie hace valer tus ideas, sin embargo, puede que lo que escribiste no tenga ningún tipo de valor. O que sí que lo tenía, pero decidiste invertir más energías en alguna otra cosa alejada de la literatura. También puede querer decir una tercera cosa: que veinte años después de diñarla, puede que alguien decida biografiarte como quién hace una autopsia, quizás con más interés en señalar tus sombras que tus virtudes. Más o menos esta es la sensación que a uno le queda en el cuerpo después de ver los cuatro capítulos de Terenci Moix, la fabulación infinita, la sórdida serie documental sobre el escritor barcelonés estrenada en Filmin y en la que paradójicamente casi no se habla de libros, el arte de escribir o la literatura, sino de la convulsa vida privada de un señor que habría protagonizado la misma serie si, en vez de ser novelista, hubiera sido jugador de golf, cantando de ópera o pintor de paredes.
Al fin y al cabo se hace un poco extraño, ya que la misma aplicación de Filmin te recomienda la serie junto con otros títulos como Preso C33, sobre Oscar Wilde, Truman&Tennesse, sobre la rivalidad entre Capote y Scott Fitzgerald, o el magnífico Anatomía de un dandy, un documental que hace levantarte del sofá, salir de casa corriendo e ir a la primera librería de segunda mano de turno para comprarte todos los libros de Francisco Umbral que tu economía se pueda permitir. No pasa el mismo después de ver La fabulación infinita, y no porqueque en las Re-read de Catalunya no tengan ejemplares a tres euros de La torre de los vicios capitales o El sexo de los ángeles, sino porque en ningún momento del documental se habla de ninguno de estos libros. Sí que se habla brevemente de No digas que fue un sueño o la trilogía de memorias Lo peso de la paja, pero siempre tratando sus fragmentos como simple documento de primera mano, casi a modo de testimonio delante de notario, sobre la agitada biografía del protagonista, que no se llamaba Terenci sino Ramon Moix.
Ver un documental sobre un escritor y acabarlo sin tener ganas de leer ninguna cosa de este escritor es toda una proeza, pero todavía lo es más atreverse a hacer una serie teóricamente sobre literatura y convertirla en un auténtico reportaje de crónica rosa que, por momentos, provoca la misma angustia que un true crime. En mi caso, cuando menos, ha estado así: Terenci, la fabulación infinita ha significado asistir en directo a la muerte de un mito, ya que un servidor es un fiel admirador del novelista Terenci Moix, iconoclasta y gamberro renovador de la narrativa catalana del tardofranquismo, un héroe capaz de hablar por primera vez sobre homosexualidad en el enrarecido mundo de las letras catalanas e impulsor de una Barcelona urbana, canalla y pop que también podía ser moderna hablando en catalán. Para mí, Terenci era eso y lo seguirá siendo siempre, tal como he escrito varias veces, pero viendo la serie queda claro que la voluntad de sus jovencísimos autores no es hacer una hagiografía literaria de un escritor. El objetivo, más bien, parece desenmascarar a un hombre frívolo con muchos disfraces que nació en el Raval en los años cuarenta y que se nos presenta como uno consentido, uno maleducado y un idealista que se refugia en la magia del cine porque es incapaz de amar nada más allá de lo que su imaginación puede sentir.
Es como si Terenci Moix, tanto de joven como de mayor, no tuviera nunca bastante con todo lo que vivía. Ni con sus amistades, ni con sus relaciones amorosas, ni con sus éxitos literarios. La fotógrafa Colita, su cuñada, el escritor Luis Antonio de Villena o Boris Izaguirre dan buena fe de este tipo de avaricia, tan material como espiritual, que se resume en cuando el antiguo colaborador de Crónicas marcianas recuerda el día que Terenci Moix se dio cuenta de que en la vida hay muchas oportunidades para ser escritor, pero el tren de ser una estrella mediática solo pasa una vez. Ser una estrella también tiene mucho que ver con saber venderse, sin embargo, y Terenci Moix era el mejor publicista de sí mismo que las letras catalanas han parido nunca hasta la aparición de Juana Dolores. No lo critico, ya que la telecinconitzación de la cultura es altamente necesaria, pero lo que hace el documental para vendernos a Terenci Moix es más bien la culturización de Telecinco, que no es exactamente lo mismo. A medida que avanzan los capítulos de La fabulación infinita, cada vez se hace más difícil no tener la impresión que aquello tiene que acabar con una tertulia posterior de Jorge Javier Vázquez, como si se tratara más bien de un programa sobre Rociíto Carrasco y no sobre uno de los novelistas más trascendentales de la narrativa catalana del siglo veinte.
¿De quién es la culpa? Chi lo sa. La serie, magnífica audiovisualmente y con un montaje, un ritmo y una dirección artística impecable, brilla especialmente en el apartado de imágenes de recurso, donde un montón de entrevistas de archivo de los años ochenta y noventa muestran a un hombre para el cual cualquier disfraz -o peluquín- era válido a cambio de mantenerse encima de todo de la fama. Por eso Terenci Moix no solo daba más entrevistas a las revistas del corazón que en los suplementos de cultura de los diarios, sino que en ellas anunciaba titulares sorprendentes como "Voy a suicidarme en breve". De hecho, en una de las diversas ocasiones que quiso quitarse la vida, justo después de la dolorosa ruptura con Enric Majó, antes de intentar matarse pidió a su amiga Colita que avisara a la agencia EFE para que dieran la noticia en exclusiva. El testimonio de Majó es, de largo, el más conmovedor de esta serie llena de puñaladas y que es infinitamente más entretenida, las cosas como sean, que cualquier documental sobre la obra poética de T.S. Eliot. Ojalá, sin embargo, en la serie se diera tanta importancia a El día que murió Marilyn como al hecho, qué sé yo, que el último noviete de Terenci Moix, treinta años más joven y con problemas mentales, le tirara la caña por carta y adjuntándole dentro el sobre su test psicotécnico.
La homosexualidad del escritor, tratada con mucha más importancia que su uso de los adjetivos o las subordinadas, se nos explica como una reacción a la fascinación de Terenci por los cuerpos medio desnudos de los mártires cristianos que veía en la escuela. En realidad, sin embargo, que la intro del documental muestre en San Sebastián martirizado con numerosas flechas quizás tiene más a ver con la intención de la propia serie, construida argumentalmente con varios estimonios participando en el juego de los buenos y los malos como si de un reality show se tratara. El resultado son dos horas y media de metraje donde el escritor acaba más malherido que San Sebastián después de su calvario. No deben ser casualidad, pues, las ausencias sonadas de Maruja Torres o Juan Bonilla, único biógrafo oficial de Terenci Moix hasta el momento. Exceptuando su hijuela Anaïs Schaaf, que acaba la serie llorando delante de la cámara, quizás es lógico que las personas que más amaban al escritor no hayan querido participar en un proyecto que explica la historia de un señor manipulador, corrosivo y caprichoso que acabó su vida siendo la pareja de un chico que hoy, el año 2023, tiene un Instagram donde sigue afirmando que Terenci fue asesinado.
A Terenci Moix no lo mató un cáncer de pulmón, realmente. Lo asesinó la telebasura que adoraba y lo ha acabado matando un documental construido con las trampas de un producto de telebasura. Una serie donde no se explica para nada la historia de un señor que supo sacudir la literatura catalana de los años setenta, pero donde sí que se nos deja claro, en cambio, que rápidamente prefirió hacerse rico antes que ser un mito de la literatura. Quizás por eso en el documental aparecen varias imágenes de archivo donde alguien tilda a Terenci Moix de intelectual catalán, pero curiosamente a la hora de la verdad la serie retrata una sola idea: la de Moix es la historia de alguien que se pasó la vida engañando a todo el mundo, incluidos sus lectores. Quizás por eso hoy, ni siquiera cuando se le hace un documental de gran producción, desgraciadamente nadie parece recordar que un día, antes de ser una megaestrella llena de sombras, aquel hombre que nació como Ramón Moix fue alguien que quiso ser libre cuando la libertad estaba prohibida y alguien que, por encima de todo, una vez fue un gran escritor.