Los resultados electorales de este domingo abren un resquicio a la esperanza que nace en el mismo lugar que la respuesta de los catalanes a la violencia del uno de octubre. Como mínimo, una parte del país es lo suficientemente consciente de que la clase política es un medio y no un fin. Que si no defiende nuestros intereses, no tenemos que depender de ella. Que nuestro independentismo es menos flexible y menos sobornable que el de los políticos que se afanan por capitalizarlo. La respuesta popular a la violencia española el día del referéndum fue importante, no solo porque nos puso por encima de miedos y clichés —el catalán cobarde, el botiguer, el perdedor—, sino porque tenía fuerza para inducir a la clase política a defender el referéndum como un referéndum. Los políticos desperdiciaron esta fuerza por el mismo motivo por el que ahora pierden escaños a raudales: utilizaron el independentismo como moneda de cambio para presionar al Estado y nunca para hacer la independencia. Lo sabe una parte del independentismo: abstencionistas deliberados, votantes de Alhora, e incluso algún votante de la partidocracia. Otra parte, en cambio, aún quiere convencerse de que es mejor eso que nada.

Los políticos desperdiciaron la fuerza del 1-O por el mismo motivo por el que ahora pierden escaños a raudales: utilizaron el independentismo como moneda de cambio para presionar al Estado y nunca para hacer la independencia

En el abandono del votante independentista de los partidos que clásicamente lo habían representado —incluso si es por apatía—, hay una conciencia política colectiva más profunda que la retórica vacía, el talante de chantajista y la radicalidad independentista interesada e intermitente de la clase política que quiere seducirnos y que cree que le debemos algo. Es el mismo espíritu que nos mantuvo en los colegios electorales cuando sabíamos que la policía venía a zurrarnos, el que desbordó las expectativas de los políticos que querían aprovechar ese referéndum para forzar al Estado. Es el que, todavía ahora, nos permite llamarnos independentistas. A pesar de la manera como la partidocracia catalana ha manoseado la idea de la independencia, nosotros, los independentistas, no hemos renunciado a ella. Es importante decirlo, escribirlo porque, poco a poco, las renuncias de los políticos han empapado el independentismo de una tela de ridículo. Además, de vergüenza. Por cautela de no ser identificados con la flacidez ideológica e incluso moral de esta clase política, hay quien se ha desentendido de la idea con la que se identifica. Para desentenderse de la clase política sin desentenderse de la idea hay que tener claro que el país es más que su clase política.

ERC ha pretendido gobernar como si el conflicto no existiera, y para convencer al país de que puede ser gobernado sin conflicto, lo ha querido tapar justificándose en la "buena gestión" que, quizás por incompetencia, ha sido nefasta

Para descifrar los resultados electorales del domingo hay que decir en voz alta algo que a muchos les genera incomodidad: en Catalunya vivimos un conflicto étnico. Por eso no desaparece a pesar de la muerte del procés. Cuando la palabra "etnia" entra en la conversación, hay quien enseguida se lleva las manos a la cabeza. Es tan fácil como consultar el DIEC: una etnia es "una comunidad humana definida por criterios culturales o lingüísticos". Es nuestro caso: culturales y lingüísticos. Aclarado este matiz, los platos rotos de no querer mirar al conflicto étnico a los ojos los ha pagado y los pagará ERC. El partido republicano ha pretendido gobernar como si el conflicto no existiera, y para convencer al país de que puede ser gobernado sin conflicto, lo ha querido tapar justificándose en una "buena gestión" que, seguramente por incompetencia, ha sido nefasta. No es la mala gestión lo que los ha castigado, sino que la mala gestión ha descubierto la deshonestidad de sustituir el conflicto por la gestión. Quizás por eso a muchos todavía les parece que en Junts son más independentistas que en ERC. Pero no es una cuestión de independentismo, es una cuestión de tratamiento del conflicto.

Junts, tal como hacía Convergència, observa el conflicto para jugarlo a su favor, para reforzar un reparto de poder que sería antinatural para un Estado enfermizamente centralista como el español

En Junts, en cambio, observan el conflicto. No para librarnos de él, sino para lograr el grosor político necesario para ser decisivos en Madrid y apuntalar el Estado a cambio de gobernar a los catalanes, también a quienes solo lo son administrativamente. Junts, tal como hacía Convergència, observa el conflicto para jugarlo a su favor, para reforzar un reparto de poder que sería antinatural para un Estado enfermizamente centralista como el español. En el fondo, el producto de este juego es el mismo que el de ERC: mirándolo de reojo o directamente a los ojos como los convergentes, el conflicto empequeñece a los catalanes cada vez más. Con una demografía que juega en nuestra contra, la consecuencia es que Catalunya, hoy por hoy, tiene poca fuerza para catalanizar. Prometiéndonos la liberación o sin prometérnosla, nos abandonan al arrinconamiento social y a la minorización.

El españolismo siempre acusa a los catalanes de atizar un conflicto sin el cual no existiría. La culpa es de los catalanes por empeñarse en existir. Illa ha ganado atizando el voto étnico, como Ciudadanos en 2017

Con la retórica de la unión, el servicio y la concordia, el PSC no solo mira el conflicto, sino que lo explota. Concretamente, lo explota por el lado de la españolidad. Por eso Salvador Illa, que pone la boca como un culo de gallina para esconder su acento catalán, se dirige a sus votantes en castellano. El españolismo siempre funciona de la misma forma: acusando a los catalanes de atizar un conflicto sin el cual los españolistas no existirían. La culpa es de los catalanes por empeñarse en existir. Illa ha ganado las elecciones al Parlament atizando el voto étnico, como hizo Ciudadanos en 2017. Illa no habla a los hijos y nietos de la inmigración española para integrarlos en la catalanidad —para "unir y servir"— lo hace para mantenerlos dentro de la españolidad y vivir electoralmente de ella. Es un deservicio y un menosprecio a los hijos y nietos de la inmigración española, pero es el camino más corto para fidelizarlos políticamente. Hoy, aprender catalán ya depende del código postal. Sin herramientas para integrar a la inmigración y abandonados por la demografía, esta es la vía más corta para españolizar Catalunya por completo. Basta con mirar el voto por barrios en las grandes ciudades para darse cuenta de que es tal y como lo escribo.

El anuncio del president Aragonès de retirarse es una buena noticia. Aún mejor sería que también lo hiciera Puigdemont, y los liderazgos de los partidos independentistas que nos han llevado hasta aquí, como Junqueras y Rovira

Aún no estamos en un punto de no retorno. No queda mucho para llegar, pero aún no estamos ahí. Catalunya es más que sus políticos, pero con una clase política catalana paralizada ante el conflicto y una clase política española aprovechándose de él incluso cuando promete concordia, el tiempo se acorta. El anuncio del president Aragonès de retirarse a la segunda línea política es una buena noticia. Aún mejor sería que también lo hiciera Carles Puigdemont, una vez constatado que su retorno solo ha valido tres escaños más, y los liderazgos de los partidos independentistas que han llevado las cosas hasta aquí, como Oriol Junqueras y Marta Rovira. No se empezará nada nuevo mientras los partidos estén gobernados por los mismos que renunciaron a la independencia en 2017. No se puede empezar nada nuevo mientras el voto independentista lo capitalicen los que sustituyeron el discurso independentista por un discurso antirrepresivo folclorizante. Los partidos independentistas no se merecen la confianza de los independentistas. Han renunciado al país y el país, que todavía existe, los ha puesto en su sitio.