Cualquier cosa que diga será utilizada en su contra, porque a nadie le interesa que sobreviva; a nadie, excepto probablemente a Yolanda Díaz, que de otro modo arriesga verse arrastrada con Errejón a la papelera de la historia como justo castigo, dirán sus críticos, a la contribución que ambos realizaron a la división y muerte de la izquierda de la izquierda… Quienes advertimos en su momento que estos dos personajes verían como sus respectivas personas entraban en el PSOE, mantenemos respecto de ella esta tesis. No podíamos saber, como parece que la mayoría sí, de las andanzas de Errejón en el lado oscuro, que ahora claramente le impedirán pedir el carné socialista. Sea como sea, con la salida de la inefable pareja será más fácil que, siempre bajo el ojo atento y fagocitante de Izquierda Unida, podemitas y sumantes se fusionen para intentar ilusamente recuperar un sueño que se truncó ya desde Pablo Iglesias y sus contradicciones, pues eran varios los machos alfa que poblaban esa Facultad de Políticas, de las que el trío calavera emergió para prometer asaltar los cielos. Casi nada sucede nunca por casualidad. De hecho, nada. Y no solo allí.

A nadie conviene que sobreviva Errejón y por eso se despedaza su carta de despedida tildando a su autor de narciso en grado sumo. Y probablemente lo sea, pero no más que quienes desde homólogas posiciones políticas lo critican, pues nada malo en el otro se ve, si no es porque de algún modo se comparte. Porque mentirán si niegan que la política institucional de primera fila genera una enorme toxicidad en las personas, y que si éstas no están convenientemente preparadas desde un punto de vista moral, es más que probable que caigan en alguno de los pecados capitales: la mayor parte de ellos se vuelven orondos por su mucho frecuentar los restaurantes que rodean el Congreso de los Diputados y que no por casualidad se han colocado en sus estribaciones; en otros hace mella la pereza, pues en el fondo de la mayoría se espera la obediencia ciega a las directrices del líder máximo que les ha concedido una oportunidad para brillar al sol, y por eso dedican buena parte de su tiempo al acicalamiento personal; baste para comprobarlo apreciar los cambios fulgurante de apariencia que han experimentado ministras como M. Jesús Montero o la misma Yolanda Díaz, hoy casi irreconocibles respecto de su pasado reciente. Por supuesto, la ira se ha apoderado de la dinámica parlamentaria hasta hacerla irrespirable y nada edificante. Y en buena parte de quienes llamo “personas afectadas por el síndrome de la moqueta” se puede activar también o alternativamente eso que se conoce como la erótica del poder, tan parecida a la que se produce en los artistas o deportistas de todo pelaje y que ha llevado a más de uno al banquillo por una mala interpretación de los términos de la transacción sexual adyacente. Compruébese que de todos esos pecados, como en el de la lujuria, se suele requerir la participación al menos de dos, se ha derivado toda una normativa ad hoc, porque donde hay dos, siempre cabe la discordia.

La política institucional de primera fila genera una enorme toxicidad en las personas

'Yo te creo, hermana', era el lema. Un lema quizás comprensible, pero extremadamente peligroso, porque creer que ser mujer es sinónimo de ser buena no sé si es más una estupidez o una malicia. Sí, pero hermana, yo te creo, excepto si acusas a uno de los nuestros. La hipocresía no es un pecado capital, pero debería serlo. Hipocresía de quienes se arrogaban la mayor defensa del feminismo; hipocresía de quienes temen o saben ya que en sus filas hay otros tantos Errejón; hipocresía disfrazada con el traje del cobarde (era del emperador en el cuento) que se ha dado en cuantos medios de comunicación y sus periodistas ahora dicen saberlo todo desde antes y que nunca dijeron nada, no fuera que arriesgaran la subvención; hipocresía de la que dice que ella solo vierte testimonios, cuando un testimonio no contrastado es lo más parecido a un delito; hipocresía de cuantos creen que esto es un caso de machismo, cuando lo que hay es algo mucho peor.

Porque el pecado más tremendo es la soberbia, que no se comete contra la humanidad, sino contra Dios. La soberbia que transforma y envilece a quienes no son capaces de entender que el poder no es un privilegio, sino una responsabilidad; que los talentos nos vienen dados y es nuestro deber hacerlos éticamente grandes. La carta de Errejón puede resultar inaceptable, porque él es ya árbol caído y sobre él se derramará toda la ira de quienes se alivian por no estar en su piel, como el populacho hacía con las picotas medievales y modernas. Pero lo que en ella se dice es verdad: la política genera una disociación mortal entre lo que quieres ser y tus debilidades; y el contexto, como dice la izquierda en la que Errejón situaba su personaje, siempre ha dicho que los delincuentes son responsabilidad de todo el sistema por no darles las oportunidades para salir del hoyo. ¿Por qué no aplicar ese cuento al indecente muchacho de cara simpática y bondadosa y alma retorcida?  Tal vez eso pensaba él que sucedería al escribirla. Pero no ha sido así. En vez de ir a su esencia, al mensaje de la carta, los críticos han ido a degüello contra su autor, olvidando que Rousseau nos dejó su contrato social junto a un montón de hijos abandonados en las inclusas.

Quien ha transitado delante de un foco que se fijaba en su persona sabe que todo esto que digo es cierto, aunque se niegue a aceptarlo. Y en todo caso, yo lo sé.