Parece que serán 20 millones de euros lo que nos costará que el Gobierno de Pedro Sánchez y otras instituciones conmemoren que hace 50 años falleció Franco, como si ese día se hubiera producido un estallido de libertad y alegría por las calles. Y no. Nada que ver con la alegría que acompañó a las proclamaciones de las dos repúblicas o la caída del Muro de Berlín. Ciertamente, ese 20 de noviembre algunos brindaron con champán, pero a escondidas, mientras miles y miles de personas hacían cola dos días seguidos para rendir sentido homenaje al dictador que no hacía ni dos meses había firmado sus últimas cinco sentencias de muerte.

No se puede afirmar con rigor histórico que la muerte de Franco fue la chispa de la libertad, porque en España no hubo ningún levantamiento popular que derribase la dictadura. Franco murió en la cama y fue enterrado con todos los honores, no como Mussolini o Hitler, y lo que vino a continuación fue no una transición sino una transacción de los franquistas con las potencias occidentales, abriendo el sistema a la participación de partidos políticos y líderes cooptados y financiados desde el exterior con tal de aceptar la monarquía y el sucesor designado por el dictador. Explica cómo fue todo, muy documentadamente, el doctor Joan E. Garcés en su libro Soberanos e intervenidos.

Es obvio que la democracia española tal y como va no es una fiesta que convoque unanimidades ni a derecha ni a izquierda. Que el Rey no participe en los actos previstos por el Gobierno y que tampoco lo hagan los partidos políticos de derecha o de extrema derecha tiene bastante que ver con que la figura de Franco todavía es bastante respetada, si no admirada por buena parte de la sociedad española y especialmente por sectores vinculados a las instituciones del Estado, por supuesto la Corona, pero también el Poder Judicial, el Ejército, el alto funcionariado y las fuerzas de seguridad. Precisamente porque la llamada Transición no supuso ruptura alguna, sino que se hizo asegurando la continuidad de las estructuras de Estado de la dictadura y su filosofía.

Tenemos ejemplos de ello. Una sentencia del Tribunal Supremo de no hace mucho, del año 2019, reconocía a Franco como jefe del Estado “desde el 1 de octubre de 1936”, una manera de legitimar el golpe de Estado y las muertes que provocó. En Madrid sigue habiendo una calle dedicada al general Millán-Astray, el que gritó aquello de “¡Viva la muerte!”, porque un juez revocó su sustitución por el nombre de la maestra Justa Freire, y en el Ejército hubo una protesta enorme cuando el Gobierno de Zapatero ordenó la retirada de la estatua ecuestre de Franco en la Academia Militar de Zaragoza, que tuvo que hacerse de noche y en agosto cuando todo el mundo estaba de vacaciones. Los apellidos de las ilustres familias del franquismo siguen presentes en las instituciones y las grandes empresas y la propia familia Franco ha continuado enriqueciéndose con la democracia.

Tiene razón Pedro Sánchez cuando dice que la libertad y la democracia no están aseguradas y que existe un peligro real de regresión, pero en muchas ocasiones es su Gobierno el que lo pone en evidencia y atiza la antipolítica del "todos son iguales", el mayor argumento de la caverna

Ahora bien, no todo el mundo es franquista en España, entre otros motivos porque familias de todo el país aún recuerdan a los muertos, la represión y la falta de libertad, y lo que pretende Pedro Sánchez es atizar su movilización política porque la nota poco motivada... sobre todo en las encuestas. Con el pretexto de Franco, Sánchez nos avisa de que vuelve el lobo, que ahora se llama Vox, y PP, y Trump y Elon Musk. Es una táctica arriesgada, sobre todo cuando cuesta tanto demostrar que lo que hay es mejor que el caos que se anuncia. A veces, la idea del caos fascina.

La cuestión es por qué los demócratas y las izquierdas están tan desmotivadas como para resignarse a que los fascistas vuelvan a gobernar en España y ahí es donde el discurso de Sánchez se vuelve más cínico. Se presenta como antídoto a la regresión democrática y bla, bla, bla, pero de su gobierno se conocen suficientes abusos de poder y prácticas antidemocráticas que no parece dispuesto a rectificar. La lista es interminable. Empecemos por la ley mordaza, un auténtico atentado contra las libertades y un cheque en blanco a la represión policial, denunciado por todas las asociaciones de defensa de los derechos humanos. Sánchez juró y perjuró derogarla nada más tomar posesión como presidente hace siete años y todavía estamos atascados en una reformita que es una tomadura de pelo.

Podemos seguir con el espionaje de los adversarios políticos con el sistema Pegasus, del que el Gobierno de Sánchez se ha erigido en campeón mundial y la ministra Robles tan orgullosa que está. Las barbaridades del Estado son secretos que nunca se desclasifican, ¡¡¡ni el papel de la Corona el 23-F!!!

Recordemos la represión de la Guardia Civil que provocó decenas de muertes de niños y adolescentes migrantes en Melilla. El ministro Marlaska es la referencia de la defensa de las libertades y la democracia que realiza el Gobierno de Pedro Sánchez. Siempre felicita a la Guardia Civil cuando demuestra a su brutalidad. Dice que ya no hay cloacas en el Estado, pero no ha expulsado a ningún agente de la policía patriótica, ni a los que están acusados, y algunos se han promocionado. Y para no alargarnos, Marlaska se acaba de inventar un decreto que obliga a los hoteles a recoger hasta 43 datos personales, incluidas tarjetas de crédito, de cada cliente para ponerlas a disposición de la policía. No es seguro que en la antigua RDA fueran tan precavidos.

Tiene razón Pedro Sánchez cuando dice que la libertad y la democracia no están aseguradas y que existe un peligro real de regresión, pero en muchas ocasiones es su Gobierno el que lo pone en evidencia y atiza la antipolítica del “todos son iguales”, el mejor argumento de la caverna.