La crisis de la socialdemocracia es profunda por muy diversos motivos relacionados, en gran medida, con la falta de creatividad para seguir ofreciendo paliativos públicos a las necesidades de la gente: aquellos son limitados, estas tienden a infinito y en consecuencia la frustración crece en la misma medida que la economía se descompone. A esos factores se han añadido en los tiempos más recientes la miopía en relación con los efectos letales que tiene sobre las clases más bajas una mala gestión de la inmigración y el renacimiento de las identidades nacionales, en una Europa cada vez más euroescéptica por la incapacidad de la Unión para resolver los problemas locales en ese océano de la globalización donde solo los grandes pesqueros recogen fruto abundante.
Por si fuera poco, a todo ello se acumula la sensación, cada vez más tangible, de que quienes se llenan la boca con su compromiso con los pobres, se incorporan a las moquetas y a la buena vida con mayor desparpajo que los que desde siempre lo tuvieron todo resuelto. Y así no es de extrañar que en el conjunto de Europa estén basculando los resultados electorales hacia la derecha, y no hacia una derecha cualquiera, ya que advierte además el electorado que, a excepción de esa derecha más extrema, hoy también los partidos conservadores han practicado corruptelas inadmisibles. Sí, la derecha extrema se libra de la crítica a ese respecto, porque solo de forma mínima aún no ha tocado poder, pero que reaccionen igual o no es algo que está por comprobar.
Y en momentos de aluvión y miseria, a ello se añade la errónea interpretación de que la división entre buenos y malos viene determinada por el origen geográfico, el color de la piel o el credo religioso
Ni Vox ha tenido en Cataluña ocasión de gobernar, ni parece posible que lo haga la alternativa catalana de la que se auspicia la posibilidad de que entre en el Parlament en las próximas elecciones, pero ambas formaciones, desde visiones identitarias distintas, coinciden en manifestar un síntoma sobre la situación.
Probablemente, el “tema estrella” esconde otros muchos que forman parte de su agenda respectiva. En el caso de Vox es algo más complejo, pues se concitan bajo las mismas siglas dos tipos de ideario que comparten una visión proteccionista del individuo: la falangista de intervención estatal y la católica de justicia social, a las que se añaden restos del carlismo rural incluso de tinte catalanista. En el caso de Aliança Catalana las preocupaciones por la gente son, sobre todo, por la gente de aquí que tiene voluntad de realizar el proyecto de independencia, de cuya frustración culpan a los partidos independentistas que ahora llaman procesistas y que comparten e incluso superan el tinte foralista de los de Garriga.
En la pugna que se libra entre ERC y el PSC por liderar el centro del mapa político, cualquiera de ambos puede tener la tentación de realizar un análisis simplista según el cual Vox resta votos al PP y Aliança roba votos a Junts. Pero la ecuación no es tan sencilla. Son esos partidos de izquierda, independentistas o no, los que hablan de convivencia e integración, apelando a la comprensión de quienes de manera más directa reciben los efectos de la competencia: los pobres contra los más pobres. Y en momentos de aluvión y miseria, a ello se añade la errónea interpretación de que la división entre buenos y malos viene determinada por el origen geográfico, el color de la piel o el credo religioso. Sin embargo, es también cierto que ese conflicto identitario al que aludía al principio se acrecienta cuando confluyen en el mismo espacio todos esos factores. Así que harían bien quienes creen que favorecer la competencia de los contrarios no acabará con su propia parroquia. Ya sucedió en Francia. Está por suceder aquí.