Si digo Mayra, más de una generación responderá "Un, dos, tres..." y reconocerá el nombre de la primera mujer que presentó el programa de entretenimiento que con ese nombre ideó y dirigió un grande de la televisión, Chicho Ibáñez Serrador. Pero si lo que comento es la muerte de Mayra Gómez Kemp, en más de una cabeza se abrirá otro debate, sobre todo si se comparte la situación que la rodeó en la caída en su domicilio, a partir de la cual entró en una barrena que la condujo poco después a la muerte.
Mayra estaba sola. Sola por viuda; sola por lejos, espacialmente, de sus hijastras, y sola también por voluntad. O tal vez no. ¿Qué sabemos de la dignidad con la que se envuelve quien no quiere mostrar la fragilidad de su existencia? ¿Cuántos casos hemos conocido de mujeres viudas solas —ya van desapareciendo—, que se ocuparon de toda su familia, que hoy ya no la tienen y que malviven con una pensión que las obliga a pasar hambre o frío y que sobrellevan esas penurias en silencio? ¿Qué añade la soledad a esas carencias?
El caso de Mayra, como en su momento el de Carme Chacón, que murió acompañada de nadie, nos permiten reflexionar sobre el alcance de la soledad querida, de la impuesta, de la disfrazada, de la camuflada entre gentes, de la mortal. Yo misma he vivido y aún no asumo la muerte de mis padres, cada uno en su soledad suprema, pues no pudimos estar cerca quienes los amábamos, aun sabiendo que estar allí no habría minimizado la imponencia del tránsito. Pero siendo difícil aceptar no haber estado cerca de nuestros seres queridos por hechos circunstanciales, la soledad que de verdad duele es otra, la que por el creciente envejecimiento demográfico o por la hiperconexión digital hace de muchos individuos candidatos firmes a padecerla aunque no quieran, la que sobreviene por la destrucción de lazos afectivos y por la incapacidad anímica o fáctica para construir unos nuevos.
Seguramente, todo sería menos grave si recuperásemos el sentido originario de la familia
El mundo de la familia nuclear, que ha venido a sustituir a la extensa de otras épocas, y este tiempo de los núcleos urbanos cada vez más densos y anónimos, son contextos que contrastan con la supuesta conexión constante con el mundo exterior. Que esa ironía y paradoja (conexión factual y aislamiento anímico) se dé entre la gente más joven explica que ese colectivo, junto con el de los más ancianos (sobre todo mujeres, más viudas que viudos, aunque sean ellos los más vulnerables), sea especialmente propicio para ser alcanzado por las mayores cotas de depresión y de suicidio.
Vivimos en las últimas semanas un intenso debate sobre las eventuales soluciones al problema de la vivienda, que en general se han cebado en criminalizar a quienes ostentan más de una vivienda en propiedad y en exigirles que la pongan a disposición de los demandantes de alquiler. Pero esos son minoría en relación con la amplia franja de población que tiene una sola vivienda, pero que vive sola en ella. Vemos, en cambio, como la necesidad está transformando ese concepto, el de vivienda, al permitir considerar tal una habitación con derecho a compartir baño y cocina. ¿No habría soluciones más amables y humanas, como la de volver a aquel proyecto que hizo suyo alguna entidad bancaria, el "viure i conviure"? ¿No sería posible paliar esas soledades, que en ocasiones son mutuas, pero desconectadas, entre jóvenes y ancianos obligadamente solos?
Seguramente, todo sería menos grave si recuperásemos el sentido originario de la familia, dejásemos de decirle a cada uno que no hace falta que sea el héroe de su propia vida, que el sacrificio es de tontos y que lo único que cuenta es el individuo y su placer. Cambiando inmanencia por trascendencia en el sentido de la vida, probablemente estas carencias no existirían, nadie se sentiría solo en medio de la humanidad y buena parte de la salvaje maldad que contemplamos se esfumaría por arte de magia. Es decir, por arte de Dios.