Estos días, fruto, la mayoría de veces, de ni de haberse leído la ley —no digamos ya entenderla—, hemos asistido a toda una serie de faltas de juicio respecto de la ley llamada del 'solo sí es sí'. Un espectáculo en el que la extrema derecha (un poco más del 40% de las Cortes), con la ayuda de los agitadores de guardia, se ha lanzado a la yugular de la ministra Montero, tildándola, como mínimo, de incompetente. El ataque es infundado dado que, si ha habido incompetencia —calificativo blandido sin haber leído la ley, claro está—, Montero es un pion en el enorme engranaje que suponen los centenares de personas que han intervenido. Los expertos que han asesorado en varias fases a diferentes ministros, no solo a la de Igualdad, al de Justicia y al de Presidencia, como mínimo, también. Suma y sigue: todo el Consejo de Ministros, el Consejo fiscal, el CGPJ y los diputados y senadores que votaron la norma. Un buen puñado de sujetos político-administrativos que no vieron el mayor defecto de la ley, vaya que nadie olió: la falta de una disposición transitoria penal, tema del cual ya me he ocupado recientemente en otro lugar.
La interpretación que han hecho algunos jueces de la nueva ley al revisar las sentencias firmes, por si esta era más favorable a los condenados, resulta absolutamente antinormativa: se ha hecho de forma mecanicista y nada contextualizada —no hablemos ya de perspectiva de género. La culpa de aplicar mal una ley es de su aplicador; el mérito de aplicarla bien también es de su aplicador. De nadie más.
Dicho esto, hay que ver a vuelapluma la arquitectura básica de la regulación de los delitos contra la libertad sexual, la anterior y la vigente. La anterior fecha de la regulación novecentista, de casi dos siglos de vigencia. Hasta 1983, la víctima, cuando menos de los delitos más graves, la violación, era solo la mujer. Desde entonces, puede ser víctima cualquier persona. Los delitos sexuales combinaban dos elementos. Por una parte, los medios de acceso —violencia, intimidación o consentimiento viciado por formas menos graves; por otra, la manifestación de la actividad sexual: coital o no —más adelante, equiparada al coito la anal y la introducción de partes del cuerpo o utensilios en vagina o ano. Esto daba tres delitos básicos —agravados correlativamente en el caso de menores de 16 años: abusos sexuales no violentos, agresiones sexuales y violaciones. Las penas de uno a tres años, de uno a cinco o de seis a doce, sanciones que se podían agravar hasta los quince años si concurrían circunstancias especiales —la actuación en grupo, la vulnerabilidad o especial degradación de la víctima, entre otros.
Ahora, antes que en los medios, el núcleo del delito radica en la ausencia de consentimiento del ofendido u ofendida. Agredir sexualmente a una persona —desde tocamientos a coitos completos— pasa necesariamente por la ausencia de consentimiento de la víctima, mayoritariamente, mujer. Ahora tendremos un delito de agresión sexual (con pena de uno a cuatro años) cuando haya una acción sexual no consentida sobre una persona. Si la acción sexual consiste en acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal, o introducción de miembros corporales u objetos por alguna de las dos primeras vías, el responsable será castigado por violación con la pena de prisión de cuatro a doce años. Todo, también, correlativamente modulado cuando se trata de menores de 16 años.
Por su parte, y de forma central, se considera que hay consentimiento solo cuando la persona afectada se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara su voluntad positiva. En todo caso, habrá agresión sexual cuando los actos de contenido sexual que se realicen utilizando violencia, intimidación o abuso de una situación de superioridad o de vulnerabilidad de la víctima, así como los que se ejecuten sobre personas que se encuentran privadas de sentido o de cuya situación mental se abuse y los que se realicen cuando la víctima tenga anulada por cualquier causa su voluntad. Dicho de otra manera: no hay consentimiento si la expresión es claramente negativa a la práctica sexual —la que sea. Tampoco hay, aunque la respuesta sea afirmativa o, incluso poco clara, si hay vicios de consentimiento, es decir, si este o es forzado o es prestado en circunstancias que lo hacen irrelevante: desde un coito a punta de navaja o con la víctima atada hasta el acceso sexual gracias a la administración de sustancias que impiden a la persona así drogada reaccionar debidamente, o una actuación grupal o sobre una persona con déficits neurológicos o cognitivos severos.
En líneas generales, este es el esquema hoy vigente. Un esquema que da un amplio arbitrio judicial, sin desproteger a las víctimas, con un sistema proporcional de penas, de horquilla penológica prácticamente idéntica. Quizás habría sido más correcto reservar específicamente la mitad superior de la pena de violación, es decir, de ocho a doce años, para las violaciones más graves, violaciones que pueden llegar, como antes, hasta quince años. Sin embargo, se ha considerado, huyendo del populismo penal, dejar en manos de los jueces la modulación de cada caso, dicho arbitrio judicial —que hay que razonar en cada sentencia, ya que arbitrio no es arbitrariedad—, postura político-criminal que no merece, ni mucho menos, las burdas descalificaciones de los ignorantes de todas las filas que se han tirado desde la inopia más absoluta al remate de Montero.
Actitud esta que, como ella misma ha calificado, es pura violencia política. O dicho de otra manera: para descalificar a alguien, además de saber de qué se habla, hace falta más que legitimar el ataque en situarse en sus antípodas ideológicas. El ataque político, cuando se convierte en personal, aparte de la falta de argumentos, demuestra la ausencia de mínimas cualidades democráticas. Al fin y al cabo, otra muestra que esto progresa inadecuadamente.
Esto sí da pena.