Si con todo lo que ha pasado en los últimos 10 años, el independentismo de los catalanes aún llega al 40% de la población y es capaz de reunir a 75.000 personas en la enésima manifestación, significa que nada ha terminado para siempre, como pretende dar por sentado la nueva oficialidad política. La prueba es el desaforado bombardeo mediático y el esfuerzo institucional por fingir normalidad y ausencia de conflicto cuando todavía hay exiliados y represaliados, entre ellos un presidente elegido democráticamente y destituido con prevaricación. No existen tantos movimientos políticos en Europa con tanta paciencia y capacidad de movilización. Los independentistas son y serán, otra cosa es cómo se articularán políticamente, habida cuenta sus defectuosos instrumentos.

El proceso soberanista emprendido hace una década ha terminado con un presidente españolista al frente de la Generalitat. Españolista no el sentido peyorativo que le otorgan los hiperventilados, sino como una opción política legítima, fruto de una estrategia ganadora por dos motivos. Por la audacia de Pedro Sánchez y especialmente por el minifundismo táctico de los actores soberanistas.

Es obvio que buena parte del independentismo sociológico se ha sentido engañado por quienes levantaron tantas expectativas utilizando la reivindicación de la independencia con el único objetivo de disputarse entre ellos el poder autonómico. La impostura ha llegado a ser tan evidente que la manifestación independentista de la Diada de este año ha sido protagonizada por la gente de buena fe que protestaba no solo contra la represión del Estado, sino también, y sobre todo, contra los partidos y dirigentes que, con su ambición personal de vuelo gallináceo, han derrochado el consenso en torno a una causa noble, comprensible por todos y ganadora, como era el derecho a decidir de los catalanes.

Sin embargo, el minifundismo táctico y la impostura no solo no han desaparecido, sino que siguen determinando la desarticulación del movimiento independentista. La muestra más evidente es el intercambio de navajazos de los dirigentes de Esquerra Republicana, ahora divididos por todo menos para hacer presidente a Salvador Illa a cambio de contrapartidas inconfesables. Pero hay más. Todo el mundo sabe que dentro de Junts per Catalunya siguen cohabitando grupos diversos, y casi antagónicos, entre los partidarios de hacer política convencional con vocación de gobierno y los defensores de la agitación y la confrontación como método de acción, y las conspiraciones acaban estallando. Huelga hablar de la CUP, que poniendo por delante la batalla ideológica en el eje izquierda-derecha ha dinamitado sistemáticamente la consolidación del bloque soberanista en los momentos clave.

Estas cosas no ocurren en el ámbito unionista, porque la defensa sincera de la nación está por encima de cualquier otra disquisición, y cuando fue necesario, desde el Partido Comunista hasta Vox, pasando por los socialistas, se encontraban hermanados en la misma manifestación. Y, por cierto, ni hablar de ningún cordón sanitario. En ciencia política, esto es lo que se entiende como un movimiento político.

A las bases independentistas les corresponde protagonizar la rebelión contra los respectivos aparatos y contra las propias siglas partidistas, si de lo que se trata es de reconstruir el movimiento que sus líderes han desarticulado

Por definición, un movimiento político reúne a gente de ideología diversa comprometida con un objetivo común y prioritario. Un objetivo por encima de todos los demás, que solo suele funcionar en defensa de la unidad nacional, como ocurre en el caso español, o, a la inversa, en la lucha por la liberación nacional, como no ha ocurrido en el caso catalán.

Últimamente, varias voces se han pronunciado por la renovación de liderazgos, francamente necesaria como revulsivo, salvo del president Puigdemont, que permanecerá como principal referencia del conflicto político. Para ser honestos, Junts per Catalunya debería liberar al president en el exilio y no aprovecharse de su adscripción partidaria.

Ahora bien, si los nuevos liderazgos siguen disputándose el poder autonómico, además, sin tenerlo, el movimiento independentista continuará políticamente desarticulado, alejado de la gente. En este caso, lo más probable es que el independentismo derive en una manifestación folclórica de escasa influencia política.

Sin embargo, si además de hacer país, el independentismo quiere hacer política en la inmediatez, no solo los líderes, sino los instrumentos, tendrán que reconvertirse. La ecuación del odio entre ERC y Junts y la chapa ideológica de la CUP es lo contrario a un movimiento. Si el movimiento quiere hacerse oír políticamente, no tiene más remedio que reorganizarse, quizás en una nueva convención general, prescindiendo de siglas y acordando una única estrategia en Catalunya, en los municipios, en el Congreso de los Diputados y en la Unión Europea. El peligro es que quien tome la iniciativa, siguiendo la tradición minifundista, acabe atomizando aún más el movimiento.

Si los partidos independentistas hubieran ido juntos o coordinados a las últimas elecciones, ahora Catalunya no tendría un gobierno españolista, así que, como instrumentos, estos partidos han sido contraproducentes para la causa que dicen defender. Por lo tanto, es a las bases independentistas, ahora que vienen congresos, a quienes corresponderá protagonizar la rebelión contra los respectivos aparatos y contra las propias siglas partidistas, si de lo que se trata es de reconstruir el movimiento que sus líderes han desarticulado. Y si no, pues quizá en otro siglo.