Bienvenida, Sra. Niubó,

Me presentaré. Me llamo Luna Guillamet Estruga y le escribo haciéndome eco de la noticia que leí a mediados de enero en El Periódico a propósito de la evaluación emocional que el Departamento de Educación quiere hacer a su profesorado, que sufre de una mala salud psicológica desgarradora. Tengo entendido que esta será la medida estrella de su plan de choque para conseguir remontar el nivel de satisfacción del colectivo docente catalán, ya que, según estudios promovidos por el sindicato USTEC, el 45% de enseñantes denuncia que no puede con la carga mental que debe soportar; el 25% alertan de graves conflictos con las personas, sean el alumnado o las direcciones, y hasta un 36% estarían dispuestos a abandonar ya la profesión. ¡Pobrecitos míos, doy fe de que las estadísticas se quedan cortas!

La escuela tiene que ser un refugio, un espacio idílico de felicidad que proteja a los niños del mundo hostil que los rodea

Ante este panorama tan desolador, y como tengo una extensa experiencia como coach en emociones a la deriva, me he animado a ofrecerle un curso de formación para los docentes, pobrecitos, que les iría como anillo en el dedo y que lleva por título "La sabiduría que esconden mis turbaciones". Sepa que soy bióloga, formada en psicología de la Gestalt, en el eneagrama de Claudio Naranjo y que bajo la tutela de la reconocida filósofa londinense, Tiffany Watt Smith, cursó un máster en el reputado Centre for the History of Emotions que dirige. Y sepa también que el curso que le ofrezco ha sido ya ampliamente testado en diversos talleres y seminarios dirigidos a AFAS y familias en general, siempre tan necesitadas de enriquecer sus conocimientos sobre cómo hacer fluir en casa las emociones de sus hijos e hijas de todas las edades; así como ha sido bastamente contrastado en cursos piloto destinados a claustros pioneros y animados por direcciones punteras y experimentales.

Para que pueda valorar la pertenencia del acompañamiento formativo que le ofrezco, le hago un breve boceto de los ejes principales (¡no la quiero marear con los detalles!). Empezamos siempre con un warming up para calentar motores, dando por sentado de que el grueso del profesorado, pobrecito, está en pañales del tema de las pasiones humanas porque todos han recibido solo una formación académica más atenta a la cabeza que al corazón. Consecuentemente, les propongo empezar por visionar y analizar a fondo las icónicas películas Inside Out 1 (para el profesorado de infantil y primaria) e Inside Out 2 (para el profesorado de secundaria y bachillerato). Cuando se detecta que hay deficiencias graves, como yo también sé tratar la diversidad en el aula, les recomiendo la lectura atenta del best-seller El monstruo de colores, un cuento con el que sabrán ubicar cada una de las emociones en el potito correspondiente: la alegría en el amarillo, la calma en el verde, el miedo en el negro, la tristeza en el azul y la rabia en el rojo. No sabe usted, consejera, la falta que les hace, cómo les ayuda y les gusta que usen cartulinas recortadas en forma de pegatinas para poner las emociones dentro de los potitos, pobrecitos. Pero cuando se detecta que algún docente (cosa rara) presenta altas capacidades emocionales, inmediatamente les doy bibliografía mucho más compleja, como los best-sellers Recupera tu mente, reconquista tu vida, o bien Lo bueno de tener un mal día: cómo cuidar de nuestras emociones para estar mejor, que incomprensiblemente no está traducido al catalán aunque tenga una valía fuera de dudas.

Superada esta fase inicial, inmediatamente pasamos al abordaje de casos prácticos. Sin más preámbulos, les hago escribir en post-its rojos aquellas situaciones del aula que los sacan de quicio con el objetivo de analizarlas bajo una nueva luz y dotarlos de las herramientas y recursos necesarios para empezar a armonizar las emociones propias con las del alumnado. ¡Todo para que fluya la energía, se derramen las pasiones y brote el bienestar en el aula!

Por ejemplo, cuando el profesorado se exclama que siempre son los propios alumnos quienes de forma reiterada llegan tarde a primera hora de la mañana, y lo consideran una falta de respeto, yo les hago ver que ni mucho menos se lo tienen que tomar así, porque, de hecho, están ante un caso clínico de homefulness, en el que el estudiante está tan lleno de la emoción del bienestar casero que no se siente capaz de abandonar la tibieza de las sábanas. O bien, quizá sufre de matutolypea, que no es nada más que una forma de dolor matutino y del mal humor consiguiente, instigados por el sonido estridente del despertador y que pueden provocar que el niño no llegue hasta después de la hora del patio día sí día también. No cuesta tanto de entender y de digerir todo esto, ¿verdad, consejera? De hecho, estos casos son solo una pequeña muestra del fenómeno tan generalizado en las aulas del kaukokaipuu, nombre finés con el que se conoce la irrefrenable necesidad que todos los alumnos tienen de estar en cualquier otro lugar menos en clase. Muy lógico, por otro lado.

Precisamente, porque la imaginación y la capacidad de abstraerse de la realidad cotidiana de criaturas y adolescentes es tan poderosa como un caballo desbocado, los docentes, pobrecitos, no deberían perder la calma cuando, a media explicación del apartado tercero del Discurso del Método cartesiano o del principio de Arquímedes, vean que la mano derecha del chico, chica o chique de la primera fila desliza dulcemente hacia el hombro del compañero, compañera o compañere, y de allí hacia el origen del pelo, la columna vertebral y la cintura, para acabar perdiéndose secretamente en la entrepierna bajo la mesa. ¡Cuánta pasión empática! La última cosa que debe hacer un enseñante, pobrecito, es atreverse a sentirse incómodo y juzgar que el comportamiento es más propio de una noche de discoteca que de una mañana de aula. Todo lo contrario, lo que ha pasado es que el adolescente no ha podido evitar ser víctima de amae, esa pasión incontenible, no necesariamente erótica, que le rezuma por todos los poros de su ser inocente y juvenil. Aún más, lo más normal es que el episodio acabe con un ataque incontenible de basorexia, que no es otra cosa que la urgencia inmediata de darse besos. Y dígame, consejera, ¿a quién no le gustan los besitos? ¿Por qué en la escuela tenemos que censurarlos y reprimirlos, entonces? Aún más, ¿qué le parecería si, de la misma manera que tenemos la media hora semanal de lectura, tuviéramos también la media horita de los besitos, cada día, solo de llegar, fijada en el horario? Yo creo que todos saldríamos ganando en armonía pasional.

Cambiando de tema, y para enfilar uno de los agravios recurrentes entre el profesorado cuando a un alumno le devuelven el examen, colmado a más no poder de correcciones de color rojo llamativo (muy desaconsejable porque todos sabemos que simboliza la rabia) y con un escaso 0,5 o un piadoso no logro, el profesorado debería entender que el alumno entre en el estado de shock caracterizado por el mutismo y el entumecimiento inmediatos,  mientras en el rostro le aparecen la incredulidad y la incomprensión crecientes. Y todo porque el docente no ha hecho bien su trabajo corrector y se ha dejado llevar por un achaque propio de la profesión, la llamada ambigufobia, es decir, la rígida incapacidad para interpretar la página en blanco y la total ausencia de palabras como la voluntad expresa e inteligente del alumno para dejarla abierta a múltiples interpretaciones. Es por ello que no hay que extrañarse cuando el educando tenga un ataque de song (sí, con g final, lo ha leído bien, pues es así como se designa la emoción entre los Ifaluk, los habitantes de un atolón de la Micronesia), que da origen a furiosos resentimientos, porque su corazón sentirá que con la nota ha sido víctima de una injusticia flagrante.

Llegados a este extremo, el del ataque de despecho por el orgullo herido del educando, la última cosa que debería hacer el profesorado, pobrecito, es preocuparse en hacer prevalecer su criterio académico o, peor aún, meramente disciplinario (una palabra que arrastra connotaciones autoritarias y que debería desterrarse absolutamente de nuestro sistema educativo). Es necesario que el enseñante, pobrecito, cambie el bolígrafo rojo por el de color verde, y los principios de autoridad por sonrisas con promesas amables de logros excelentes, porque, si no, sufrirá las consecuencias de su bajeza. Podría ser que el alumno iniciara una discusión envenenada con el propósito velado de llevar a su profesor al límite del infarto y así, movido por la emoción que los checos llaman litost y los alemanes, schadenfreude, consiga que el docente, pobrecito, finalmente explote y saque fuego por los ojos. Será entonces cuando el alumno, en legítima defensa y previa denuncia de la situación, podrá bañarse en la miseria de su corrector “abusador”, que inmediatamente será amonestado por el director o directora de turno, que no dudará en darle la razón. Se reirá bien quien se ría último. También hay que dar herramientas al docente, pobrecito, para cuando haciendo exhibición de una torpeza emocional extrema y obstinado en mantener su parecer pedagógico, ha instigado en el alumnado la emoción de la ilinx, origen de un estado de excitación destructivo extraño, de un pánico voluptuoso que lo lleva a tirar los apuntes, los bolígrafos, la mochila o incluso la mesa por la ventana, hecho de consecuencias imprevisibles y luctuosas si el aula da a la calle y pasan peatones, o si da al patio justo a la hora en que los más pequeños están dando educación física.  

Para ir cerrando ya este cuerpo central del curso dedicado a los casos prácticos, no puedo dejar de referirme a la perplejidad y a la chapucería con que el colectivo docente, pobrecito, se encara con la emoción más común y más contagiosa de nuestro siglo XXI y que se engloba dentro de lo que Freud calificó de Angstneurose, es decir,  las expresiones diversas de ansiedad que están haciendo proliferar modalidades variadas de salas de relajación y de mindfulness en los centros educativos. Quizás, una vez hecho mi curso, el profesorado captará como de contraproducente es, por estresante, el uso de cualquier mecanismo (verbal o tecnológico) que funcione como recordatorio de la fecha de entrega de un trabajo, de una redacción, de una tarea y, muy especialmente, la evocación de la existencia de fechas de exámenes. De manera casi inmediata, el uso de dicho recurso puede desencadenar una reacción de angustia conocida como collywobbles, y que es justo lo contrario de las conocidas y placenteras mariposas en el estómago, es decir, algo parecido a tener un nido de escorpiones enfurecidos, mezclados con víboras y viudas negras. Ya sería hora de que los profesionales de la educación mostraran más empatía con sus estudiantes en esto, así como más comprensión cuando los pillan mirando el móvil continuamente durante la clase. Este es un gesto que no pueden ni mucho menos evitar, ya que piensan, movidos por la ringsiedad, que les acaba de llegar un mensaje de voz, un whatsapp, una notificación del Tinder, del Grinder o de Amazon; que el aparato apenas ha vibrado porque hay una nueva publicación de una amiga en TikTok o en Instagram, o que se están perdiendo una conversación increíble por videoconferencia. Es necesario que entiendan de una vez que se sienten víctimas del FOMO (Fear of Missing Out). ¿Usted se imagina vivir todo el día con esta angustia, consejera? Ya va siendo hora de que nos pongamos en la piel de los alumnos y nos apiademos de ellos, ¿no cree?

En conclusión, Sra. Niubó, convendrá conmigo que un buen conocimiento de la geografía de las emociones para gestionarlas armónicamente en el aula no puede traer otra cosa que beneficios a nuestros niños y adolescentes, así como al personal docente, pobrecito. Para mí, la escuela tiene que ser un refugio, un espacio idílico de felicidad que proteja a los niños del mundo hostil que los rodea. Solo así se puede aprender. Porque a la escuela se va, antes que nada, a ser feliz. El otro día, no obstante, en una charla en una AFA, una madre de estas feministas, secas y un poco aguafiestas, me hizo llegar comentarios críticos respecto de mi enfoque. Según ella —que de hecho decía citar a una tal Sarah Ahmed, también británica, pero a quien yo no conocía de nada—, con mi voluntad de apaciguar el cariño ante la frustración del alumnado o de legitimar su angustia —que ella calificó ni más ni menos que de narcisista—, no hago otra cosa que erosionar el potencial político que contiene el malestar de cualquier individuo. En su opinión, la incomodidad que experimentan las personas a las que se niega el bienestar no solo personal, sino social, es el origen de toda revolución, es decir, de toda voluntad de transformar el mundo en un lugar más habitable. ¿Cómo pueden ser felices —clamaba esta madre sublevada— los inmigrantes menospreciados, las mujeres maltratadas, los inquilinos desahuciados, las kellys explotadas o los trabajadores sustituidos por la inteligencia artificial? Por un momento, la que entré en estado de shock fui yo y no sé si entendí muy bien la cosa, consejera. ¿Me estaba diciendo que mi educación en la sabiduría infinita de las pasiones contribuye a crear seres conformistas que solo se miran el ombligo? ¡Mire que no lo entiendo! ¿Que quizás no somos todos tan felices gestionando nuestras emociones?

En cualquier caso, dejémonos estar de ideas políticas demasiado complejas y un poco alocadas. Ocupémonos de lo que nos importa: la salud emocional de los infantes, las infantas y el personal docente, pobrecito. Espero haberla convencido de las innegables virtudes de la formación que puedo ofrecerle para que se convierta en la herramienta más fructífera y transformadora de nuestro sistema educativo. Si necesita cualquier tipo de aclaración, no dude en contactar conmigo. Y, si quiere, le puedo ofrecer a precio reducido una sesión de prueba con usted sola; estoy convencida de que notará sus efectos inmediatamente.

Atentamente,

Luna Guillamet Estruga