Lo han vuelto a hacer. Sí, lo sé, era muy previsible. Todos sabíamos que volvería a pasar. Pero no por ello deja de ser un hecho extraordinario ni tiene que dejar de hablarse de ello: el Tribunal Supremo (TS) ha confirmado, hace pocos días, la decisión del instructor de no aplicar la amnistía a Puigdemont, Comín y Puig, a pesar de serles clarísimamente aplicable. La ley prevé, para los delitos de malversación, que se aplicará la amnistía si no hay un propósito de enriquecimiento patrimonial personal en el uso de fondos públicos. El Supremo admite que los investigados no vieron aumentado su patrimonio de manera directa —que no se apropiaron nada, vaya—, pero entiende, en un giro argumentativo tan rebuscado que solo se te puede ocurrir si tienes preconcebida la idea de no aplicar, caiga quien caiga —incluido el principio de legalidad—, la amnistía, que sí se enriquecieron... ¿Perdón? ¿Cómo funciona esto? Pues así, según el TS: como los actos para intentar la independencia los tendrían que haber costeado, en principio, los investigados —de dónde saca el TS este elemento clave del razonamiento no queda nada claro—, el mero hecho de haberlos pagado por otra vía implicó una ‘no-reducción’ del patrimonio propio que... ¡tachán!, podemos equiparar a un enriquecimiento patrimonial personal y, así, lograr aquello que tanto anhelaba el tribunal: no aplicarles la amnistía.

Calificar los hechos del 20-S y el 1-O, primero, como rebelión y, después, como sedición, exigió un estiramiento del código penal sin complejos del que ya he hablado otras veces. Pero el barranco por el que se está precipitando ahora el TS con la amnistía va mucho más allá: ya no se trata de interpretar un delito del código penal, sino que es el legislador quien, expresamente, después de que se hayan dictado ya algunas sentencias condenatorias y cuando todavía se están instruyendo otras causas por hechos vinculados con el ‘procés’, decide aprobar una ley de amnistía que, de manera indudable —tanto por sus términos como por la voluntad legislativa que se desprende de los trámites parlamentarios— incluye a casi todo el mundo y, sin duda, a los tres investigados mencionados. ¿Cuál es el problema? Pues que las leyes de amnistía, por muy claras que sean, las tienen que aplicar los tribunales y el Supremo —que, por lo que sea, no soporta la sola idea de aplicarla a Puigdemont— aprovecha esta última bombona de oxígeno para adentrarse en un delirante ‘Legalismo Mágico’ más propio de Lewis Carroll para decir: "no, no se la aplicaremos". ¡Feliz no amnistía!

Harían bien los magistrados del Supremo de leer la obra, de título bastante indicativo, ‘Los límites de la interpretación’, de Umberto Eco. Admite Eco que la interpretación de un texto puede ir, en efecto, más allá de la intención de su autor —en el caso de la amnistía, la del legislador—. Pero sostiene a continuación —esto ya no gustará tanto al TS— que siempre hay unos límites, que coinciden con lo que denomina ‘derechos del texto’, más fuertes que cualquier derroche de energías hermenéuticas que el intérprete invierta para crear su propio texto alternativo. Pues bien, son estos ‘derechos del texto’, de la ley, los que han sido reducidos a cenizas. Diferencia también Eco entre las interpretaciones ‘sanas’ y las ‘paranoicas’ y se opone abiertamente a la ‘mística de la interpretación ilimitada’. ¿Dónde podríamos hallar, sino en Eco, términos más ajustados para describir lo que está pasando con la amnistía? Parece, añado yo, que el TS se está embarcando en una especie de creación ‘alternativa’ del derecho, una práctica judicial de desafío al legislador tradicionalmente atribuida a la judicatura de izquierdas, pero que —a los hechos me remito— más recientemente la asumiría su espectro más reaccionario. Cosas de los tiempos presentes.

Parece que el TS se está embarcando en una especie de creación ‘alternativa’ del derecho, una práctica judicial de desafío al legislador tradicionalmente atribuida a la judicatura de izquierdas, pero que más recientemente la asumiría su espectro más reaccionario

Hasta aquí, una de las patas de esta tragedia jurídica. Hay otra, tanto o más importante: la (no) competencia del Supremo para conocer el caso. Que el Supremo no tendría que haber conocido ninguna causa relacionada con el ‘procés’ cuando los hechos se seguían por rebelión o sedición ya era de una evidencia atronadora: ningún hecho relevante había sucedido fuera de Catalunya y, por lo tanto, el tribunal competente era, de nuevo muy evidentemente, el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya. Pero ya entonces se las arregló el Supremo para aferrarse, a la desesperada, a ciertos actos y hechos absolutamente secundarios e irrelevantes que pasaron fuera de Catalunya para autoatribuirse la competencia y poder, así, hacer y deshacer. Pues bien, si esto estaba ya así de claro entonces, ahora —una vez se ha descartado la rebelión, se ha derogado la sedición y se sigue la causa por malversación—, solo un delirio propio de las escenas más psicotrópicas de la obra de Carroll puede explicar cómo demonios la causa sigue en el Supremo: no hay ningún hecho susceptible de implicar malversación que sucediera fuera de Catalunya. Pero el TS replica: ¡Feliz no competencia!

Pero, ¿qué pasará, ahora? No es tan evidente. Por supuesto, cuando se agote la vía ante el Supremo, los investigados acudirán al Tribunal Constitucional (TC) alegando vulneraciones de derechos fundamentales. Tienen mucho de dónde elegir: vulneración del principio de legalidad y del derecho al juez natural —competente—, arbitrariedad, falta de imparcialidad... la lista podría continuar. No tengo ninguna duda de que el TC les dará la razón, pero la cuestión es qué hará, después, el Supremo. ¿Hará caso al TC? ¿Aplicará la amnistía a Puigdemont o buscará otra vía para evitarlo o, como mínimo, demorarlo? No olvidemos que nos hallamos en el País de las maravillas jurídicas y que en el sombrero de la liebre todavía pueden esconderse muchas sorpresas —cierto es que cada vez más mediocres y previsibles— para continuar, obcecadamente, con esta delirante y absurda cruzada contra lo que establece con claridad meridana la ley.