El expresidente del Parlamento Joan Rigol te cedía el paso. Era de aquellas personas de antes, amante de la formalidad. Un ciudadano que había tenido entre manos un manual de urbanidad. Un día en una conferencia en la Fundació Joan Maragall a la cual llegué justo en el momento en que empezaba el acto, se levantó para dejarme sentarme. No era necesario, pero su silla estaba mucho mejor posicionada que el taburete donde yo había ido a parar. Lo recuerdo así, cediendo el paso. Amable, dotado de parsimonia, que contrasta con el nervio de otros hombres y mujeres políticos, más tensados.

Los exsacerdotes como Rigol, y tanta gente que ha pasado por el seminario o la vida monástica, tienen en su formación una vertiente política, en el sentido aristotélico de ver la política como una manera de mantener a la sociedad ordenada con normas y reglamentos.

Rigol era muy crítico con los "responsables sin escrúpulos, inmorales y especuladores que han pervertido el sistema de mercado"

Cuando el papa Benedicto XVI publicó un texto sobre economía y política, la encíclica Caritas in Veritate, Joan Rigol, en Quaderns de Vida Cristiana, le dedicó un análisis que resume bien su manera de entender la vida: cuando la última palabra de la convivencia humana la tienen las leyes económicas, entonces se pierde el sentido de progreso integral de la persona y de la humanidad, ya que "solo centrando la política en el bien común es posible una vertebración humana de la vida social". Rigol era muy crítico con los "responsables sin escrúpulos, inmorales y especuladores que han pervertido el sistema de mercado". Como el papa Benedicto, no estaba en contra del mercado como tal, ya que lo veía como una institución económica que permitía el encuentro entre personas, un contrato basado en intercambio de bienes y servicios para satisfacer necesidades y deseos. Ni Benedicto XVI era anticapitalista recalcitrante ni mucho menos Joan Rigol, pero los dos coincidían en que a pesar de los beneficios de los circuitos comerciales, el criterio básico era que tenía que estar a disposición del bien común, ya que toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral. Aquella idea de bien común compartida es que el bien común (y eso ya lo decía Pablo VI) no es solo un equilibrio de intereses individuales sino la integral de los "valores de una comunidad humana adquiridos a lo largo de la historia, de las leyes hijas de la convivencia pacífica, de los proyectos de futuro de la comunidad, de los valores culturales y materiales compartidos, de las prioridades sociales, de las esperanzas colectivas, de los símbolos y tradiciones, de las instituciones públicas". Muchos políticos, escribía Rigol, especialmente en campaña electoral, prometen derechos y ventajas a sus hipotéticos votantes: hay que tener "credibilidad moral para presentarse ante el electorado con el coraje de recordar que detrás de cada derecho que tenemos como ciudadanos hay un deber que nos obliga moralmente".

El bien común, aquel bien al cual hoy, en plena ebullición electoral, o absentismo castigador, todo el mundo apela.