Tenías las manos arrugadas y abrazabas con más fuerza de la que la edad supuestamente te permitía. Merendábamos juntas algunas tardes, allí, en el geriátrico de los Guiamets. A veces un vaso de leche con galletas. Otros, una magdalena y un zumo. Comer era lo de menos, lo importante era la compañía. A menudo se sumaba Mariona, amiga leal y mujer ejemplar que te ha cuidado con el afecto de las grandes almas. En invierno nos quedábamos en el comedor. Cuando hacía buen tiempo salíamos a la terraza o al patio. Repasábamos álbumes de fotos de algunos conciertos míos, de la tierra nuestra, de la vida tuya. Te gustaba mirar las montañas del Priorat por la ventana o por el balcón. Te hacía sentir en paz. Mirar el cielo azul, tú que lo habías visto de plomo de tanta ceniza de compañeras quemadas en el campo de exterminación de Ravensbrüsck. Te gustaba respirar el aire puro del sur, de las viñas después de llover, tú que tenías incrustada en la nariz el olor de carne quemada, el olor de muerte que intentabas echar de aquellas pesadillas que acompañan siempre la vida de un deportado superviviente, aunque comentabas a menudo que nunca te sentías del todo una superviviente porque 'de una experiencia así no se sale nunca del todo'.

Cuando ya te viste con cierta edad decidiste que querías volver a tu pueblo. 'El pájaro vuelve al nido a morir', solías decir. Poco te debiste pensar entonces que llegarías a los 103 años de vida. Tú, a quien el fascismo quería muerta de joven. Y que después tendrías dos hijos. Tú, a quien el nazismo quería estéril. Y tu misma existencia y tu increíble resistencia —palabra que te encantaba— fueron como un milagro, como aquel río ancho y feliz que amabas, como el paisaje que nos rodeaba, lleno de colinas y de llanuras y de agua.

Te gustaba mirar las montañas del Priorat por la ventana o por el balcón. Té hacia sentir en paz. Mirar el cielo azul, tú que lo habías visto de plomo de tanta ceniza de compañeras quemadas

Todavía ahora no entiendo la inmensa ternura de tu profunda mirada, teniendo en cuenta todo el horror que llegaste a presenciar a lo largo de tu vida. Como enfermera de sangre, atravesando la frontera francesa en 1939 con 180 niños y niñas a quienes diste una segunda oportunidad. Viste morir mujeres a golpes de bastón, mujeres carbonizadas en los hornos, colgadas en la horca, electrocutadas en la alambrada. Y tú resistiendo siempre para poder salir en vida y explicarlo: 'el mundo tiene que saber qué ha pasado aquí dentro, qué nos han hecho. Tengo que sobrevivir para contarlo'. Y lo hiciste, hasta el último momento. Fuiste la voz de todas las que murieron y lo fuiste siempre con aquella pátina afectuosa, con aquella sonrisa socarrona por debajo de las gafas de pasta negra que protegían uno ojos castigados por las SS.

Aunque en las postrimerías de tu vida la memoria próxima empezaba un poco a desfallecer, guardabas un nítido recuerdo de tus experiencias pasadas, de aquello que te construyó como persona, de la historia reciente de nuestro país, que sin ti sería diferente y más gris. Bastaba con un comentario tres veces rebelde para que retomaras el hilo de la conversación. Cuando me veías el lazo amarillo en la solapa me apretabas más fuerte la mano que no me habías soltado desde el principio del encuentro y me decías: "¿Como lo tenemos eso, los sacaremos, no? ¡Los tenemos que sacar! Contad conmigo para lo que convenga!". Y la cara te cambiaba, te brillaba de otra manera y te imaginabas corriente por las calles del pueblo, cómo corriste hacia la plaza Major cuando se proclamó la República, aquel abril de 1931 lleno de libertad. Tenías dieciséis años y toda una vida por anticipado. Un mes de abril has querido también irte, justo lo día antes del aniversario de aquella proclamación histórica que te marcó para siempre.

Llegaste al campo de exterminio en un vagón de ganado, en un tren a las tres de la madrugada y a 22 grados bajo cero. Te has ido cuidada por los que te aman, tranquilito y en el calor de tu lecho. En tu Priorat querido. Para siempre llevaré conmigo nuestras meriendas en los Guiamets. Las manos cogidas, en silencio. Las conversaciones y reflexiones. Las veces que te cantaba. Las muchas veces que me sonreías. El paisaje común que amamos. El Siurana, el Ebro. El concierto homenaje en Luz de Gas que tanta ilusión te hizo y toda engalanada que viniste hacia Barcelona en silla de ruedas. Aquella sensación de tener en ti una tercera abuela... Rezumabas justicia, dignidad. Con la revolución en el corazón fuiste siempre a votar, 1 de octubre incluido. El ejemplo de tu vida infinitamente coherente y valiente me acompañará siempre. Hoy que seguramente se te recordará sobre todo por tu valentía y por tu coraje, inmensos, ahora yo querría evocar tu dulzura, porque las personas más fuertes son las más tiernas. Gracias, Neus. Te debemos una República.