El proyecto aznarista de convertir el País Valencià en "la playa de Madrid" acaba de culminarse en la destrucción causada por la reciente gota fría. Provincializar una nación como la valenciana a través de una lenta pero persistente sustitución demolingüística y de una enfermiza adicción a la economía solyplayista del tocho, no implica solo pintarla como una casa de putas temática para celebrar la Copa América o la F1, pues cuando transformas una tierra con esencia propia en el meadero de la metrópoli (en este caso, del gran Madrid DF) tarde o temprano acabará apestando a muerte. Hay que recordarlo las veces que haga falta; el proyecto de residualizar a los valencianos y folklorizarlos es el laboratorio con el que el nacionalismo ibérico siempre había trabajado para aplicarlo a Catalunya. Que Barcelona se esté valencianizando, en este sentido, debe ponernos en guardia.

Por mucho que todo el mundo aviste cambios radicales después de la DANA, las placas tectónicas de la política española permanecerán intactas, incluso más radicalizadas. Carlos Mazón aguantará en la poltrona, porque no hay ningún político que quiera prescindir de los treinta mil millones de pepinos gubernamentales que le caerán de propina para reconstruir los pueblos afectados, a lo que habrá que ir sumándole una conga simpática de constructores (y las consiguientes comisiones). Por otra parte, el PSOE no hará nada para alejar el País Valencià de la dependencia madrileña, como ha quedado patente en la preocupación del ministro Óscar Puente para que el AVE vuelva a funcionar pronto. El autonomismo ya implosionó después del 1-O y ahora solo es una caricatura para repartirse culpas entre las provincias que no quieren pedir ayuda y el Estado que no la regala si estas no lo hacen de rodillas.

El proyecto de residualizar a los valencianos y folklorizarlos es el laboratorio con el que el nacionalismo ibérico siempre había trabajado para aplicarlo a Catalunya

Todo esto se vio muy claro en la performance que Felipe VI se montó en Paiporta, donde el monarca español pasó con cierto olimpismo del linchamiento que sufría Pedro Sánchez, muy consciente de que tenía la oportunidad única de ganarse el cocido simbólico que justifica su poltrona. No es exagerado decir que, tras el discurso del 3-O, las fotografías del monarca enfangado y abrazándose a unos chavales con una sospechosa pinta de nazis serán uno de los legados de su reino. En efecto, Felipe conoce perfectamente el clima antipolítico que se respira en España y en el mundo, y es sabedor de que su subsistencia depende en parte del franquismo sociológico que reniega de la clase política, tachándola de inútil. La desbandada de Pedro Sánchez con cara de afectado tampoco altera el muro de contención que ha ido trabajando durante estos últimos años; para el presidente, lo sabemos, o lo veneras o vas con los fachas.

La pulsión de una tecnocracia monárquica no es un fenómeno nuevo en Europa. La vivimos con los gobiernos dudosamente democráticos de Monti y Draghi en Italia, unas administraciones de expertos neutrales (sic) que, lejos de estabilizar el país mediterráneo, han acabado creando el sotobosque perfecto del populismo y la ultraderecha. Escribo el artículo de hoy sin conocer el resultado de las elecciones norteamericanas (quién sabe si tardaremos días en saberlos), pero la pulsión yanqui por mandatarios de escasa pátina democrática no es exclusiva de Donald Trump; también la comparte Kamala Harris, una candidata que aprovechó la decadencia física de su antiguo jefe para saltarse unas primarias y colocarse en la élite del partido demócrata en solo veinticuatro horas. En el caso de España, la colisión entre monarca y presidente es un eslabón más de la lucha por monopolizar la desgracia y convertirla en una suma inaudita de absolutismo.

Huelga decir que, en todo este contexto, nuestra pequeña tribu tiene pocas opciones más que luchar por sobrevivir. Si no lo hacemos, muy pronto nos convertiremos en una playa más de la metrópoli. La gota fría nos ha enseñado que prostituirse no sale gratis. A menudo, en nuestro país, aunque sea para regalarnos pistas, la lluvia sí sabe llover...