El miércoles acompañé a mi madre a la peluquería y vi que unas cuantas mujeres, mientras les hacían la cabeza, hablaban de un libro. "Dice que al niño de la Diana se le congeló en la Atlántida", oí que decía una señora mientras reía tímidamente por debajo de la nariz, con aquel punto de vergüenza de cuando mi abuela explicaba que hasta la primera noche de bodas con mi abuelo no había visto nunca a un hombre en calzoncillos. El niño de la Diana del que hablaban es Enrique de Inglaterra, lo que se le congeló no es la cantimplora, sino el pene, y la Atlántida no es el continente perdido de Verdaguer, sino el Ártico, escenario de una de las misiones militares en las cuales el hijo pequeño del flamante rey de Inglaterra participó hace años. Si entendí la frase a la primera es porque el día anterior, en la Laie, había hojeado durante un buen rato la autobiografía de Harry, En la sombra, el libro que en una semana ya ha conseguido ser el libro de no ficción más vendido de todos los tiempos y que en Catalunya, como somos un país de pixarrí, solo se puede encontrar en castellano porque a Penguin Random House, que es quien tiene los derechos, no le debe dar la gana editarlo con La Magrana.
En una misma semana, pues, el libro más vendido del planeta son las confesiones de palacio de un príncipe díscolo y la canción más escuchada del mundo es la sesión de Shakira con Bizarrap, es decir, los reproches de una mujer casada a su exmarido después de que este último le ponga los cuernos. Dos historias claramente del mundo de la prensa rosa que, en cambio, se han colado sin complejos en las páginas de la prensa cultural. Sobre la canción de Shakira, de hecho, se han dedicado tantísimos artículos que ahora mismo no hay mucha diferencia entre alguien leyendo el Pronto hace treinta años y alguien escuchando Ràdio Primavera Sound ahora mismo, ya que incluso la peña más indie y underground del planeta, aquella gente que se pone pelis de Kieslowski en casa mientras pasa la roomba y tiene un podcast de cine que no escucha nadie, ha decidido hacer un programa tratando de encontrar la relación entre Shakira y la nouvelle vague. Los tiempos están cambiando, como decía Dylan, pero en realidad lo están haciendo para volver de donde veníamos, ya que la cultura ha bebido siempre de los trapos sucios íntimos para acercarse al gran público.
Somos fisgones por naturaleza y siempre nos ha encantado saber los cotilleos de los demás, desde Suetonio cuando escribía las Vidas de los doce césares hasta las hagiografías de santos, auténticos best-sellers universales
El salseo es tan antiguo que incluso los clásicos ya basaban sus obras mitológicas en peleas de infidelidad, como la historia de Afrodita y Ares, a quien el marido de la primera, Hefesto, pilló fornicando y por eso convocó a todos los dioses del Olimpo para que se rieran de ellos. Hace dos mil años que no dejamos de repetir lo que nos enseñaron los griegos, y no hablo solo de que todos los poetas y cantantes de pop actuales son hijos de Homero, sino de que las grandes obras de la historia del arte nunca han perdido de vista una cosa básica: que nos encanta saber los cotilleos de los demás, desde Suetonio cuando escribía las Vidas de los doce césares hasta las hagiografías de santos, auténticos best-sellers durante un montón de siglos. No hemos cambiado tanto, por eso hoy nos pasamos el día mirando stories de Instagram para saber qué ha comido aquel, qué abrigo se ha comprado aquel otro, dónde está de vacaciones aquella amiga a quien hace diez años que no vemos o lo bonita que es la mesa de Navidad de aquel tío con quien íbamos a clase de pequeños.
Nos gusta meter la nariz en las historias humanas de la gente, si no, El foraster mismo no se dedicaría en capítulo a sacar a alguien del pueblo explicando cómo se pasó cuarenta años tirando la caña a la vecina de al lado o cómo salió del armario después de un matrimonio de conveniencia impuesto por la familia, ya que todavía hay lugares donde importa más mantener un buen rebaño de corderos que no la libertad sexual de los herederos y las herederas. Somos espectadores profesionales de las vidas ajenas, y no lo digo yo, sino los índices de audiencia, por eso también somos esclavos de perseguir constantemente la visibilidad y la viralidad. Si doscientos artículos analizando semióticamente los puñales entre Shakira y Piqué dan más clics, ¿por qué un crítico musical tendría que plantearse dedicar dos horas de su vida a escribir un artículo que desgrane musicalmente la sesión de Bizarrap? Y así con todo. Por cada pieza periodística que estudia literariamente las memorias de Harry, escritas por un escritorazo como J.R. Moehringer —el mismo que escribió la biografía de Agassi, Open— y llenas de fragmentos narrativamente dignos de los monólogos interiores de Joyce y las confesiones pretéritas de Proust, cincuenta artículos lo petan destapando las interioridades más íntimas del príncipe díscolo, como por ejemplo que contrató a una médium con el fin de contactar con su madre muerta.
Un texto de Quim Monzó en La Vanguardia explicando que se ha cortado las uñas es literatura y un tuit del delantero centro del Barça explicando que se ha cortado afeitándose, en cambio, no, ya que lo que diferencia una obra de arte de simple prensa rosa no es el tema, sino el estilo con el que se aborda
¿Nos importa saberlo? Pues sí, si no, no se hablaría de eso en las peluquerías. Lo que no importa a nadie es la Cultura, sobre todo cuando se escribe en mayúsculas, pero no porque la gente no quiera leer libros ni escuchar canciones, sino porque estos libros y estas canciones, a menudo, tienen demasiada poca relación con el mundo real. El mejor prosista castellano del siglo XX, Francisco Umbral, se vanagloriaba de tener una columna en El País con un millón de lectores diarios porque sabía perfectamente eso, de hecho. Se pasó la vida escribiendo ensayos sobre los grandes autores de la literatura universal y castellana sin que nadie los leyera, pero tenía claro que la gente lo leía en la prensa precisamente porque explicaba su vida, que era como la de todo el mundo. Pero lo hacía literalizándola, al igual que hacía Guimerà en sus obras de teatro, aunque fueran de ficción, por eso incluso los analfabetos que iban al gallinero del Romea conectaban con los versos de alguien capaz de aspirar diecisiete años seguidos al Nobel: porque la vida de la pescadera de la esquina, del operario que asfalta carreteras o del oficinista de correos no es una obra de arte, de acuerdo, pero las historias de aquellas vidas sí que son un gran combustible de creación, ya que un buen artefacto artístico no es nada más que la plasmación de aquellos estados de ánimos que los seres humanos sufrimos después de un divorcio, un luto, una alegría, una angustia o un enamoramiento.
Un texto de Quim Monzó en La Vanguardia explicando que se ha cortado las uñas es literatura y un tuit del delantero suplente del Barça explicando que se ha cortado afeitándose, en cambio, no, ya que lo que diferencia una obra de arte de simple prensa rosa no es el tema, sino el estilo con el que se aborda. La voluntad que en aquella creación haya unos valores, una moral, una forma, unos referentes, un diálogo artístico o una estética, vaya, por eso el beef poético entre Quevedo y Góngora es poesía del Siglo de Oro, las Memorias de Sagarra son un monumento patrimonial de la narrativa catalana o la biografía de Limónov escrita por Emmanuel Carrère es una de las joyas narrativas del siglo XXI. En el mundo líquido y 2.0 de hoy, por suerte el acceso a la cultura es una cosa universal y democrática, pero su perversión también lo es, por lo tanto conviene no hacer caso solo a quien mediáticamente tiene la fuerza, la presencia y el poder, sino a quien tiene las ideas y el talento, pero hacerlo con las mismas armas. Diría que no es la prensa rosa, pues, la que se tiene que apoderar de la cultura para adocenarnos a todos, sino que es la cultura la que tiene que nutrirse de los temas universales que a menudo trata la prensa rosa con el fin de seguir creando obras universales, ya que por mucho que parezca una paradoja, la telecinconización de la cultura es el mejor caballo de Troya para la cultura misma. Y eso, como todo, también ya nos lo enseñaron los griegos.