Como algunos ya debéis saber, soy una gran defensora de las lenguas (de todas). Una lengua es la llave que abre la puerta de una realidad única e irrepetible (si haces el esfuerzo de aprenderla, claro). Sin esta llave no puedes acceder a ella. Por eso siempre he defendido encarnizadamente las lenguas minoritarias y minorizadas (recordad que una lengua minoritaria es aquella que tiene pocos hablantes y que una lengua minorizada, en cambio, es aquella que, a pesar de poder tener muchos hablantes, le han sido restringidos los ámbitos y las funciones de uso [el catalán sería un buen ejemplo]); me sabría muy mal que por los delirios de grandeza y de conquista de algunos imperialistas desaparecieran algunas de estas realidades (como ya ha sucedido a lo largo de la historia). Cada lengua es la huella de una cultura, los restos arqueológicos de la idiosincrasia de una comunidad de hablantes. Las lenguas se han ido configurando conforme a la necesidad que tenían los hablantes de transmitir pensamientos o sentimientos. ¿Qué fue primero el lenguaje o el pensamiento? Una pregunta complicada de responder. Si el pensamiento fue antes que el lenguaje, ¿cómo podían pensar sin palabras? Si el lenguaje fue antes que el pensamiento, ¿de dónde ha salido el lenguaje?, ¿cómo es posible hablar o comunicarse a través de un código lingüístico sin pensar? Dejemos que los grandes lingüistas encuentren la respuesta más coherente.

Según las necesidades de cada pueblo, comunidad o grupo, las lenguas se han ido hacia un lado o hacia otro; han desarrollado una lengua escrita o no; han integrado unos conceptos u otros; suenan de una u otra manera... El humor de un territorio solo puede entenderse a través de la lengua que le es propia, nunca se podrá entender al 100 % si se hace a través de una traducción (sobre todo si se hace con una IA con una base de datos deficiente). Nunca te integrarás en una comunidad de hablantes ni conocerás completamente a una persona si no haces el esfuerzo de hablar su lengua. Las sutilezas del pensamiento solo pueden entenderse si el emisor y el receptor hablan la misma lengua. Y si no entiendes las sutilezas del pensamiento es imposible comprender la idiosincrasia de una comunidad de hablantes.

Aprender una lengua es un acto de amor, de respeto y de apertura mental. Solo las personas que tienen ganas de abrirse a nuevas aventuras y conocer formas diferentes de pensar están preparadas para llevar a cabo una proeza así

Aprender una lengua es un acto de amor, de respeto y de apertura mental. Solo las personas que tienen ganas de abrirse a nuevas aventuras y conocer formas diferentes de pensar están preparadas para llevar a cabo una proeza así. Aprender una nueva lengua es como entrar en un mundo nuevo lleno de interrogantes y de sorpresas. Aprender una nueva lengua es abrir la mente a otras realidades; por este motivo, la gente que tiene la mente muy cerrada o que teme los cambios suele aferrarse a una sola lengua toda la vida, creyendo que así controla la realidad y que su realidad es la única que existe. Pero tenemos la suerte de que en el mundo hay muchas realidades y formas diferentes de verlas. Hablar varias lenguas nos enriquece intelectualmente y nos hace más empáticos y tolerantes; todo lo contrario de la gente que solo quiere hablar una lengua.

Eso sí, las lenguas se tienen que aprender porque uno quiere, no porque nos son impuestas. Imponer es lo contrario de la libertad. Las lenguas son sinónimo de libertad y nunca deberían ir asociadas a una imposición. Quien aprende una lengua lo hace por respeto y por ganas de conocer una nueva realidad distinta a la suya; o al menos así debería ser. Cuando impones una lengua a un territorio que no le es propia, lo único que consigues es que los afectados acaben odiando la cultura asociada a esa lengua y todo lo que tiene alguna relación con ella. Qué bonito es ir a vivir a un lugar y aprender la lengua propia de sus hablantes para poder comprender mejor cómo son. No hacerlo, en cambio, es no querer aceptar que te has ido de casa y que fuera de casa las cosas son diferentes; es despreciar a la gente que es diferente a ti y ser un desagradecido con el pueblo que te ha acogido con los brazos abiertos.