Alguien dijo que, fracasado el procés, el país —lo que quedara de él— canalizaría su afán de combate en la batalla lingüística. Diría que así ha sido y ahora, al hablar de lengua, pecamos de la misma ingenuidad, el mismo analfabetismo, para entender cómo funciona el poder y la misma pusilanimidad para llamar a las cosas por su nombre que cuando pensábamos que el mundo nos miraba. Pero empecemos por el principio: la Enquesta d’Usos Lingüístics de la Població ha hecho públicas unas cifras que dejan poco margen para la esperanza de cualquiera que quiera que sus hijos todavía hablen en catalán. Son unas cifras catastróficas para cualquiera que tenga ojos en la cara, y decir "no caigamos en el catastrofismo" solo es la manera hippie de evitar mirar la situación a los ojos. En realidad, parte de la misma inocencia que decir que esto lo aguantaremos manteniendo el catalán cuando el interlocutor nos parezca inmigrante. O haciendo muchos cursos de buena voluntad para que los recién llegados se apunten.

Al castellano no le hace falta ningún curso. Al castellano no le hace falta nada de nada, porque basta con poner un pie en este país y respirar para aprender castellano. No hay ningún salto vacío hacia la esperanza que pueda enmascarar esto, y pretenderlo a golpe de frase inspiracional es de una cosmética barata que, tras diez años de un procés político que se basó en esto, no podemos permitirnos. Ya basta de enmascarar la evidencia. Es importante mirar la catástrofe a los ojos y quitarse de la boca —y de la sustancia gris— el marco de Candel y Pujol para empezar a ver las cosas claras. Maria del Carme, me sabe mal decírtelo porque sé que te esfuerzas, pero el país necesita algo más que tu resistencia íntima —que está muy bien— de pedir el cortadito con sacarina en tu lengua. La pervivencia del catalán depende de los catalanes, por supuesto, pero este discurso individualista es la coartada perfecta para que la clase política, que con su dejadez nos ha llevado hasta donde estamos, ni tenga que rendir cuentas, ni tenga que hacer nada que de verdad pueda revertir la situación. Es la forma de sacudirse la responsabilidad de encima y responsabilizar a sus ciudadanos: la culpa es nuestra, que no hemos aguantado lo suficiente. Ellos desnacionalizaron el procés de independencia y quisieron hacernos creer que la independencia podía hacerse en castellano, pero los latigazos que caigan sobre nuestra espalda, por favor.

El debate sobre la lengua se ha envuelto de los males del procés y del pensamiento mágico de que los catalanes, solo por el hecho de ser catalanes, tenemos derecho a la supervivencia. Cualquier aproximación al conflicto lingüístico que no mire de frente al conflicto nacional, que no diga que en Catalunya solo existe un tercio de hablantes habituales de lengua catalana porque sufrimos una situación de minorización, porque España está llevando a cabo un proceso de asimilación, porque somos víctimas de una sustitución cultural, es un discurso que hace el juego a los verdugos. "Las instituciones no están respondiendo como tienen que responder, los inmigrantes no pueden aprender catalán, la escuela ya no catalaniza", correcto. Aunque se le pusiera remedio, el mal de fondo seguiría existiendo. Suponiendo que se le pudiera poner remedio, por supuesto, porque la autonomía tiene unos límites que ya nadie quiere explorar. "Es normal, habiendo recibido dos millones de inmigrantes en veinte años". No es "normal", Josep Maria. Una vez más, los inmigrantes se españolizan porque ni les requiere esfuerzo hacerlo, ni sienten que sea trabajo inútil, mientras que catalanizarse es innecesario. Y las leyes necesarias para enmendarlo inevitablemente te pondrán en conflicto con el Estado español. Hacerlo mirando al conflicto de reojo siempre obtendrá unos resultados a medias.

Ya basta de coger los frentes en los que se manifiesta la sustitución lingüística como si fueran elementos aislados de su núcleo conflictivo: la ocupación española

Como el proceso de sustitución lingüística tiene una sola causa de raíz que se manifiesta en muchos frentes, es el pozo perfecto para que cualquier persona un poco politizada pueda verter sus frustraciones y, sobre todo, sus miedos. Aprovecho la ocasión, queridos lectores, para daros un consejo: si echar a los moros es siempre la primera solución que alguien brinda a la conversación lingüística, le molestan más los moros que el supremacismo español. Está más preocupado por el hecho de que haya moros —independientemente de la lengua que hablen—, digamos, que por ninguna otra cosa. Sin embargo, el discurso del tipo de gente que cree que todas las urgencias nacionales pueden abordarse echando a los moros y el discurso que pone acento en la demografía, no tienen por qué ser lo mismo. De hecho, se puede estar genuinamente preocupado porque en Catalunya no se pueda tomar libremente la decisión sobre tener hijos —la línea directa de la transmisión lingüística— sin caer en según qué apriorismos. Cuando hablo de la decisión de hacer a una familia basada en una libertad a medio hacer, me refiero a unos escollos económicos exagerados y a una lógica de pensamiento que se ha dedicado a vaciar la procreación de significado y de sentido, lo cual ha convertido la entrega familiar en una esclavitud a rehuir. Intenté explicarlo aquí. Todo esto está sobre la mesa, pero que esté no puede concentrar la respuesta que damos a la sustitución cultural y lingüística en el útero de las catalanas. La demografía debe abordarse desde una perspectiva que haga a las mujeres más libres, que les permita cumplir con la planificación familiar que tenían prevista, que no las castigue por tener hijos y que no haga que se sientan menos feministas por tenerlos, no desde una perspectiva que las reduzca a concebir e incubar criaturas para enmendar lo que desde la política no se ha sabido defender. Que el problema sean los úteros es un modo más de enmascarar el conflicto de fondo.

Estos días he visto pasar columnas de opinión intentando dar palmaditas en la espalda al tercio de catalanohablantes que quedamos. Es una imprudencia: estamos en el estadio previo a la ruptura de la transmisión generacional. Necesitamos la fortaleza para asumir la situación y estar dispuestos a darle la vuelta también —sobre todo— teniendo en cuenta sus raíces y sus consecuencias políticas, y no un montón de retórica inspiracional basada en la capacidad de supervivencia de los catalanes. Ya basta de romantizar la sustitución para no tener que hacerse responsable de ella. Y ya basta, sobre todo, de coger los frentes en los que se manifiesta esta sustitución como si fueran elementos aislados de su núcleo conflictivo: la ocupación española. El escenario sociolingüístico de hoy está estrechamente ligado a las prédicas de la falsa integración pujolista, a un procés de independencia fracasado y falto de discurso nacionalista, a la consiguiente desvinculación entre catalanes y clase política, a la absorción del discurso españolista de la izquierda española por parte de la izquierda catalana y a una extrema derecha que dice recoger el fruto de todas estas frustraciones, pero que nunca las apuntala contra España. Atacar el fondo de la situación resulta difícil cuando todo está hecho para que lo veamos desdibujado, pero hace trescientos años que el genocidio cultural y lingüístico contra los catalanes se maquina y se espolea desde el mismo lugar.