Dicen que era un día de enero como el de hoy, pero del año 1982, cuando Josep Maria Espinàs recibió una carta escrita por un grupo de alumnos a quienes habían hecho leer A peu per la Segarra. Eran de la escuela de Sant Antolí y le explicaban que el pueblo ya no es el mismo que el escritor había descubierto el año 1962. Le explicaban que Carme, la señora que lo recibió en su casa, ya está muerta. O que donde había la barbería ahora hay la oficina de una Caixa. O que del mosén de Talavera, aquel hombre con ojos pequeños que hacía tertulia en el café con un Guardia Civil que afirmaba haber leído el Quijote nueve veces, ya no se sabe nada. Para aquellos chiquillos, leer el libro de un barcelonés de piedra picada había significado descubrir cómo era su comarca veinte años atrás, entendiendo el significado del concepto 'progreso' a través de la distancia del tiempo y dándose cuenta de que a menudo es necesaria la mirada externa de alguien de fuera -que no es más que otra forma de distancia- para retratar la vida, las costumbres y, sobre todo, las pulsiones de un lugar.
He pensado mucho en aquellos niños de Sant Antolí leyendo La terra dura (Pòrtic, 2023), el librazo de la escritora, traductora y editora Anna Punsoda sobre su "retorno al corazón de Catalunya", tal como dice el subtítulo. He pensado en ellos no solo porque el libro hable también de la Segarra, sino porque habla a través de los ojos de alguien de que nació, creció, se marchó durante casi dos décadas y ha vuelto, habiendo tomado distancia, con el fin de arraigar de nuevo. "Solo somos libres si nos reconciliamos con nosotros mismos", dice la citación inicial de Guillem Viladot que abre el dietario, mitad crónica y mitad ensayo, sobre cuál es realmente el estado de salud de este 'corazón' del país el año 2023, ya que el libro no es solo la historia de una reconciliación personal con una comarca, sino sobre todo un cafarnaúm de ideas, datos e intuiciones sobre un posible porvenir de Catalunya si los catalanes queremos ser libres y queremos reconciliarnos, pues, con nosotros mismos.
La protagonista del libro es Anna Punsoda y su familia, sí, pero para mi gusto lo es sobre todo Barcelona. Eso sí, como gran sujeto elíptico. Si Josep Lluís Núñez dijo que Barcelona es la ciudad que lleva el nombre de un club de fútbol, en la era de la globalización más bien tenemos que entender que Barcelona es la metrópoli que esconde el nombre de un país, por eso alguien de Amsterdam, Sao Paulo o Calcuta conoce la capital catalana, pero desconoce la mayoría de las cosas que esconde el nombre 'Catalunya', si es que conoce el nombre. En un momento de la historia en que Barcelona es una guarida de expats viviendo en pisos que no bajan de 1.600€ al mes y hacen trabajos en inglés, ¿es posible mantener viva una cultura pequeña como la nuestra en un lugar donde todo parece efímero o provisional y en qué es tan complicado conocer al vecino del 3.º 2a o crear vínculos con la panadera, el camarero o el mecánico de la esquina? Todos los catalanes sabemos que Barcelona es la catapulta que nos proyecta al mundo, pero el problema es que en los últimos años hemos olvidado que sin el resto de Catalunya, las correas y la fuerza de torsión de esta catapulta son irrisorias.
Fuera de Barcelona, todavía hay niños jugando a atar petardos a la cola de los gatos y aplaudir al ver cómo estallan. También quedan todavía homenots que comparan tener una hija niña con la magula, que es una mala hierba que nace en los márgenes. Incluso quedan, todavía, edificios barrocos como la Universidad de Cervera en que incomprensiblemente ofrecen estudios en castellano de la UNED y no de la UOC. Fuera de Barcelona, las cosas no son fáciles ni perfectas, ya lo sabemos, todavía menos cuando los campesinos no se pueden ganar lo bastante bien la vida y tienen que trabajar en la gestión de hasta veinte fincas para llegar a final de mes. Menos cuando en pleno 2020 todo un pueblo todavía es capaz de endemoniar a una vieja solitaria y pobre, como si fuera una bruja, señalada en plena pandemia de una serie de hurtos en unos cuantos huertos. Y menos, sobre todo, cuando creadores como el mismo Guillem Viladot tienen que aceptar ser prácticamente desconocidos mediáticamente por el hecho de no pagar el peaje de ir a vivir en ciudad.
Contra todo eso, sin embargo, hay una cosa que todos los que hemos vivido tanto en la ciudad como un pueblo valoramos: marcharse de Barcelona es sinónimo de arraigar con más rapidez, con más facilidad y con más profundidad en un lugar. Es decir, a una comunidad. Te llames Anna Punsoda, Pep Antoni Roig o Svetlana, Wilson o Ayoub. Por algún motivo Guissona es uno de los municipios de Catalunya con la tasa de inmigración más elevada y, sin embargo, donde los recién llegados más fácilmente arraigan gracias a grupos de cohesión, diálogo intercultural y mediación comunitaria. Lo hacen, además, acercándose de una manera eficaz a la lengua catalana y viendo como sus hijos, catalanes a todos los efectos sin que haga falta haber leído a Paco Candel para entenderlo, hablan catalán mientras comparten clase con niños que tienen raíces de sangre en otras partes del planeta pero están arraigando allí, en el corazón de la Segarra.
El centralismo es un agujero negro que impide ir de Vilafranca del Penedès a Igualada en transporte público sin perder dos horas de vida dentro del transporte público, por ejemplo, pero también el gran culpable de no ser nadie artística y culturalmente si no vives, no trabajas o no te mueves por Barcelona. El problema es que, a la vez que te chupa y te atrae como un imán, tener que vivir en Barcelona sin haber nacido también en ella es sinónimo de la soledad, el desamparo y el vacío de un lugar donde el futuro es siempre incierto porque nunca sabes cuándo la ciudad te escupirá. Anna Punsoda afirma que Barcelona no la abrazó cuando llegó, por eso su retorno a casa, con dos hijas y un marido más barcelonés que los panots del Eixample, tiene más importancia: porque ahora que está tan de moda en la literatura catalana vender la ruralidad como una arcadia bucólica y suculenta por|para los 'pihippies', La tierra dura es el retrato crudo, realista y sincero de la Catalunya interior real, pero también un esbozo del futuro y la necesaria repoblación rural, por eso, quién sabe, quizás el año 2043 también algunos alumnos que se llamarán Guiu, Micaela o Abdulah escribirán a Punsoda para decirle que Catalunya ha cambiado mucho porque que se ha segarrizado y, a pesar de ser un desierto, ha vuelto a conectar con sus raíces milenarias a fin de que todo el mundo injerte y brote.
Segarrizarse, en definitiva, quiere decir que el 'territori' tiene que dejar de ser un 'rerepaís' para convertirse en un país, con sus circuitos culturales propios, su red de transporte público eficiente o sus infraestructuras económicas óptimas, ya que el único futuro posible para Catalunya es que aquellos que no nacemos en Barcelona podamos catapultarnos al mundo, también, sin depender de las alertas de Idealista sobre algún piso de alquiler pequeño y macarrónico en algún barrio más inhóspito que una nevera vacía. Mientras leía el libro, de hecho, curiosamente más de una vez cogí el móvil para mirar casas de alquiler, pero no en el Born, Gracia o Sants, sino en Concabella, Les Pallargues o Florejacs, quizás porque yo también soy alguien que huyó de Barcelona para ir a vivir al corazón del Penedès cuando acabó la carrera, pero el destino, hace tres años, me devolvió a esta ciudad que también tanto ha cambiado desde que Josep Maria Espinàs la escribió. Seguramente por este motivo no me siento tan a gusto en ella como me he sentido dentro de La terra dura, la mejor publicación en catalán del 2023. Un libro sobre una comarca que no es la mía pero que a la vez se me ha hecho casa, por eso habría deseado que sus 101 páginas no hubieran acabado nunca, como tampoco deseo que nunca muera la esperanza en el futuro.