Hace unos días un amigo llamó a la productora de un programa de tertulias que hasta no hace mucho lo invitaba a menudo. Como sus intervenciones se habían espaciado, quería saber si había algún problema. Ya se sabe que la gente es sensible y se indigna enseguida. Un Estado fanático necesita ciudadanos fanáticos para sostenerse, incluso si este fanatismo finalmente se revuelve contra él. La libertad se indigna poco: se limita a jugar, a reír y a luchar por los ideales un poco cada día.
Mi amigo, pues, llamó y preguntó, con la jovialidad que la ocasión exigía, si sin querer había pisado algún callo. La productora le respondió que no pasaba nada. Mi amigo tiene un padre empresario y sabe que el orgullo se tiene que adaptar a la ley de la oferta y la demanda, o sea que insistió en su predisposición a solucionar cualquier problema. La chica repitió que tenía más candidatos que el año anterior y que debía repartir el tiempo, pero como mi amigo no quedaba convencido, le soltó, conteniendo la irritación:
—¿Sabes qué pasa, también? Desde el verano tenemos que cumplir unas cuotas de paridad con las mujeres y no siempre puedes invitar a quien quieres.
Como mi amigo quedó mudo, la chica añadió:
—Conste que encuentro bien que se nos ayude, pero no de esta forma. Nos pueden dar ayudas de maternidad, becas de formación, pero las cuotas son un cultivo de gatas marrulleras.
Mientras escuchaba el relato pensaba en un par de estudios que he leído. Uno trata del sexo con robots, y el otro de las dificultades que las españolas nacidas en la segunda mitad de los años setenta han tenido para ser madres. Según los números, un 30 por ciento de las mujeres que está en los cuarenta no tendrá hijos. La cifra es dramática y para encontrar unas estadísticas comparables hay que remontarse a la crisis que siguió a la fiebre del oro de los años de la Primera Guerra Mundial.
Me parece que las cuotas están relacionadas con estas dos cuestiones: por una parte, con el hecho de que todavía no hemos superado la era de los consoladores y, del otro, con el hecho de que España es uno de los países de la Unión Europea en el cual la distancia entre el número de hijos deseados y el número de hijos reales es mayor. Dejando de lado que ser un país feminista y al mismo tiempo pobre es arriesgado, el problema es que, como tantas cosas a la vida, las cuotas llegan tarde y, si abusamos, sólo servirán para infantilizar a otra generación de mujeres.
Puedo entender que los padres quieran para los hijos aquello que no han podido tener, pero cuando las generaciones proyectan sus frustraciones hacia el futuro con un exceso de celo crean esperpentos y monstruos. Las cuarentonas de hoy fueron las últimas a pagar el coraje de abandonar espacios de poder que tenían controlados para asaltar posiciones dominadas por hombres desde hacía siglos. Hace unos cuantos años, un escote o una falda podían traer muchos problemas. Pero si juzgo por lo que veo hoy día en las clases de la universidad, donde tengo menos chicos que chicas, poner cuotas es como pedir el pacto fiscal o hacerse federalista.
La sexualidad provee a la mujer de un poder tan difícil de dominar que a veces se vuelve contra ella y la esclavizaEn los últimos años las mujeres han accedido a la dirección de grandes diarios, multinacionales y partidos políticos. Taiwán ha hecho presidenta una mujer para frenar el imperialismo de China. El único espacio que sigue trabajando a favor de la desigualdad es el del sexo. La sexualidad provee a la mujer de un poder tan difícil de dominar que a veces se vuelve contra ella y la esclaviza. Por más que Barbie se comercialice en varios cuerpos para no acomplejar a las chicas gordas o bajitas, los traficantes de blancas no dejarán de existir, ni tampoco disminuirán las motivaciones que han disparado las operaciones de blanqueamiento del culo o de embellecimiento de la vagina.
El erotismo es el principal motor de nuestro tiempo, por eso las mujeres ganan fuerza y al mismo tiempo la cirugía estética es un gran negocio. Los consoladores y la aceptación de los gays han hecho tanto por la liberación de la mujer como la lavadora. Está bien que la mujer se sienta fuerte para reivindicar una posición en el mundo más preeminente; la competencia es sana. Pero yo evitaría el victimismo y los atajos. Si el sexo con robots acaba siendo una posibilidad tecnológica y una práctica tan habitual como vaticinan algunos académicos, puede ser que muchas feministas acaben añorando los viejos tiempos.
Será la primera vez que ellas y yo habremos coincidido, si bien a mí no me van a mover de la compañía ecológica. Aunque parezca lo contrario, el feminismo hace una explotación ultracapitalista de la herida de la mujer —de su fuerza y de su tragedia—. Por eso tiene muchos números para acabar desnaturalizándola y convirtiéndola en superflua. Por eso acostumbra a ser la excusa de tanta mujer dócil, disfrazada de rebelde, sin demasiada cosa interesante por decir.