El pasado sábado fui a ver a Bruce Springsteen a Montjuïc, con mi amigo Pep y mi hermana Laia. Cuando estábamos en la entrada nos encontramos con una amiga de mi hermana que hacía 30 años que no veía, y que venía acompañada de un amigo, de la misma edad que nosotros, que se dedica a organizar viajes temáticos en África. Antes de bajar a la pista del estadio, nos paramos a comprar cinco cervezas en un chiringuito. Mientras discutíamos por quién invitaba a quién, la camarera nos hizo saber que eran 50 euros.

El precio de las cervezas –diez por cabeza– me hizo pensar en la conversación que teníamos con Pep mientras llegábamos hacia Barcelona. En el coche, hablábamos de las dificultades que los hijos y los nietos de la clase media que vertebró la autonomía y empujó (y financió) el proceso de independencia tienen para comprar una vivienda. Como que la vida se ha encarecido, y ahorrar por la entrada de un piso se ha vuelto difícil, la gente de menos de 40 años que tiene una familia (o que la quiere tener) tiende a vivir al día y a gastarse, en un alquiler, el dinero que antes ponían en una hipoteca.

Enseguida me llamó la atención ver que la gente que entraba al concierto hacía, en general, cara de tener el asunto de la propiedad privada más o menos resuelto. Repasé el currículum de Pep, la trayectoria de mi hermana y su amiga, e incluso hice cuatro preguntas a su amigo y concluí que, efectivamente, los cinco nos habíamos situado bien en nuestro campo. Quizás habíamos tenido que nadar a contracorriente o levantar a peso algunas cosas, en un país monopolizado, todavía, por las momias de la Transición. Pero, al final, nos habíamos abierto paso.

Me fijé en que el público vestía con estilos de tribus diferentes, pero que el estadio respiraba un aire de cordialidad y de comunión espontánea. Era como volver a la Cataluña de 1990 pero con un ambiente más madurado y próspero. Al contrario de lo que pasa cuando paseas por la calle, no parecía que la escuela hubiera fracasado ni que las décadas de democracia hubieran pasado en balde. Las fans más jóvenes eran atractivas y levantaban carteles escritos en catalán sin faltas de ortografía; los subtítulos de las pantallas también estaban escritos en catalán y el Boss se dirigía al público en la lengua del país con una naturalidad que ya querría ver a menudo.

La discreción del castellano, y de la cultura española, me llamó la atención tanto o más que la ausencia de tabaco. Recordé que en el concierto del Camp Nou de la gira del Túnel of Love, fumé como un loco con una chica del Berlín americano. Cuando el paquete de Fortuna se nos acabó empezamos a pedir pitillos a los vecinos porque entonces todo el mundo fumaba. El sábado poca gente fumaba y el escenario estaba coronado por una señera y por una bandera americana. Pensé en una cosa que oí decir a Oriol Junqueras en 2013, en un ciclo de conferencias al Centre de cultura i memòria del Born.

Aquel día Junqueras contó muy bien como los catalanes de 1700 (igual que los catalanes de 1940) quedaron atrapados en el bando enemigo de un conflicto que partió nuestro mundo en dos mitades. Miraba las banderas que ondeaban arriba del escenario, escuchaba las conversaciones y los gritos de mi alrededor, y pensaba que el nacionalismo español ya ha empezado a oscilar hacia el modelo centralista y racial de los rusos, los chinos o los mexicanos, mientras que nosotros estamos más cerca del inconformismo americano que ahora está en crisis por culpa de los abusos de la izquierda rica.

A medida que avanzaba el concierto me pareció que el Boss nos quería decir algo. Puedo entender que, a su edad, necesite salir de gira para no deprimirse, pero no creo que insista porque sí en la idea que es el último superviviente de sus amigos. Sobre todo cuando el batería que lo ha acompañado toda la vida, Max Weinberg, o el guitarrista, Steve Van Zandt, solo son un par de años más jóvenes que él. Me pareció que la memorabilia del concierto, los discursos y las canciones subtituladas tenían una calidad de testamento, pero no acababa de captar su mensaje.

Entonces se abrieron las luces del estadio, apareció la hermana de la amiga de mi hermana –que también hacía años que no veía y que también hacía la misma cara de triunfadora que nosotros– y lo entendí: "El Boss se va, pero nosotros nos quedamos". La vida sin Bruce Springsteen no será tan fácil como la vida que hemos vivido hasta ahora –pensé–, si queremos ser algo más que un paréntesis de progreso en este país desgraciado. El Boss se va con las últimas vacas gordas y nos deja el espíritu sacrificado e inconformista de sus himnos para que defendamos nuestro mundo.