Prólogo. Cuando era pequeño, mi abuelo me enseñó que había que aprovechar el entretiempo de cualquier cosa para echar una meadita. Fue así como cogí el hábito de ir a mear en la media parte de un capítulo de La memòria dels Cargols, entre acto y acto de las obras de teatro que representábamos en la escuela y, claro, al fin de la primera parte de los partidos en el Camp Nou, con aquellos lavabos llenos de hombres con colesterol que ponían a parir los malos centros de Reiziger. El entretiempo tenía alguna cosa particular, sin embargo, ya que era un tiempo fuera del tiempo, como si más que un tiempo ganado a la vida, fuera más bien un tiempo perdido a la fantasía. Seguramente por este motivo, tantos años después, hoy sigo dirigiéndome al inodoro cuando en plena madrugada me levanto y con el último sueño todavía paladeándome en la punta de la memoria, medio zombi, empiezo a dibujar las líneas maestras del sueño que inmediatamente vendrá. También seguramente por eso fue en el lavabo, durante la media parte de The Brutalist, cuando pensé en Antoni Gaudí y se empezó a edificar este artículo que entenderéis después de la media parte, dentro de un minuto y medio.
Primera parte. El protagonista de la película se llama Lázsló Tóth, es un arquitecto judío y también tiene visiones oníricas, sobre todo cuándo se pincha opio. Algunas veces son para imaginar los edificios que su imaginación quiere proyectar, y otras veces son para recordar su angustiante huida del Holocausto. La película empieza así, de hecho, con el personaje que hace Adrien Brody, con aquella nariz gongoriana tan suya, llegando a los Estados Unidos en busca de una vida mejor. Justo antes de que eso pase, un letrero al inicio de la proyección avisa de que el film dura tres horas y media, pero que al cabo de 105 minutos habrá una media parte de quince minutos, provocando así una liberación entre el público masculino de la sala, que en aquel momento piensa por dentro "qué suerte, no tendré que sufrir por si me entran ganas de mear". Como yo no tenía ni idea que The Brutalist contenía una pausa propia, en cambio, antes de entrar en la sala ya había pasado por el lavabo, ya que en la previa de una proyección tan larga no solo hay que tener presente la próstata, sino que incluso es planteable ponerse el pijama, calzarse unas zapatillas y renunciar a las palomitas con el fin de sentarse en la butaca con un vasito de leche.
Después de unos primeros ciento cinco minutos fascinantes, las luces de la sala se abrieron, un 73% de los asistentes bostezaron y fue entonces, en aquella media parte que parecía un lapso en medio de un sueño ligero, cuando la historia del arquitecto prestigioso convertido en un inmigrante sin recursos se me empezó a difuminar. Como los catalanes somos principalmente un pueblo sufridor y calculador, durante los quince minutos de pausa los lavabos del cine se llenaron hasta arriba, quizás porque la media de edad de la sala era de hombres de setenta años con pinta de enviarle una botella de vino al urólogo cada Navidad. "Suerte de esta pausa", oí que le decía un simpático señor con muchos pelos en la oreja a otro hombre que meaba a su lado, "porque la película es más larga que las obras de la Sagrada Familia". Después, los tres volvimos hacia nuestra butaca, pero como soy paciente de Catalanitis Antropocéntrica y no me había tomado la medicación, ya se me hizo imposible no mirar toda la segunda parte del film sin pensar en la Sagrada Familia, en Gaudí y en el Modernismo.
Media parte. Podéis ir al lavabo, si queréis. Quedan dos minutos de artículo.
Segunda parte. La epopeya de Lázsló Tóth es la de un genial arquitecto surgido de la escuela Bauhaus que se escapa del nazismo pero se niega a dejar escapar su destino: elevar edificios que no sean solo funcionales, sino sobre todo trascendentales. Lo hace cuando conoce a un empresario rico y oscuro que confía en él, al igual que Eusebi Güell lo hizo con Gaudí. Más allá del hilo narrativo arquitectónico, la brutalidad de la peli radica en el guion, que no aburre en ningún momento y genera todas las sensaciones que pueden existir, como pasa a los sueños. Viendo The Brutalist es posible reír, sufrir, emocionarse, reflexionar, enfadarse, aprender y también llorar, por eso es tan importante dejarse llevarse por lo que pasa en la pantalla y no estar pendiente de la vejiga. "En arquitectura, un espacio vacío es en realidad un espacio lleno de alguna cosa que no se ve", dice el protagonista en un diálogo, quizás por eso me dediqué a llenar los rincones de mi imaginación pensando en las coincidencias entre la historia del arquitecto de ficción y nuestro arquitecto reusense de carne y hueso, ya que incluso los dos se tienen que hacer cargo de una sobrina enferma en un momento de su vida. Sobre todo, sin embargo, dediqué los ciento cinco minutos de la segunda mitad a preguntarme por qué nadie en Catalunya ha pensado nunca en hacer una peli igual de ambiciosa sobre el inventor del trencadís.
Nueve millones de euros ha costado The Brutalist, que no son cuatro duros pero son diez millones menos que la última de Almodóvar y solo dos millones más que Saben aquel, el maravilloso biopic sobre Eugenio. Para hacer más comparaciones fáciles, Casa en flames ha costado casi tres millones y está dirigida por un director, Dani de la Orden, de la misma edad que el de The Brutalist, Brady Corbet. Estoy a favor de los dramas familiares comerciales y las 'historias catalanas' ambientadas en una casita de Cadaqués, al igual que aplaudo fuertemente que una película como El 47 explique la historia de Manolo Vital, pero viendo como la historia de un arquitecto es capaz de convertirse en una obra maestra con un presupuesto medianito, se me hizo inevitable soñar con una cosa igual llamada The Modernist: la epopeya de un chico de comarcas lleno de traumas infantiles que llega a una Barcelona en construcción, proyecta sus sueños y se acaba convirtiendo en uno de sus símbolos internacionales. Lógicamente, sin embargo, no dirigida por Marcel Barrena.
Epílogo. Hacer una película sobre un artista que se negó a hablarle en castellano a Alfonso XIII siempre es menos agradecido que glorificar conductores de autobús que eran amigos de Pasqual Maragall, pero si el próximo año es el Año Gaudí y nadie ha pensado en invertir ocho millones de euros para hacer The Modernist, en parte, es porque al igual que a mí de pequeño mi abuelo me enseñó a hacer pipí "por si acaso" en la media parte de lo que sea, a los catalanes también se nos ha pretendido educar con otras limitaciones igual de absurdas, como por ejemplo hacernos creer que no tenemos nada universal a explicar, nada universal a hacer y nada universal a soñar desde una óptica eminentemente catalana. Es un defecto provinciano y que solo se puede arreglar con más dinero, sí, pero sobre todo descolonizándonos la mente y explicando la historia de los que no han sido nunca esclavos de esta tara nuestra, ya que en realidad somos un país atrapado cíclicamente en el entretiempo entre un pasado glorioso que no volverá y un futuro incierto que solo será próspero si se afronta con creatividad. Por eso es importante, mucho, tener siempre presente la lección de Gaudí, que en el fondo es idéntica a la que encarna Lázsló Tóth en The Brutalist: proyectar el futuro sin olvidar las raíces y, a la vez, no dejar nunca de soñar con los ojos abiertos.