El 19 de diciembre de 2009, hoy hace 10 años, el Barça ganó su sexto título del año. Seis de seis. Era el primer año de Pep Guardiola. Johan Cruyff ya había enseñado lo que significaba ganar en el Bernabéu 35 años antes, lo que significaba ganar 0 a 5 en Madrid en plena dictadura. Después volvió el victimismo. Como entrenador en democracia, el filósofo de Ámsterdam cambió definitivamente la cultura del club. Y Guardiola, su mejor discípulo, supo poner el método. Al ritmo de Coldplay, una directiva sin complejos y la conjunción astral de Xavi, Messi e Iniesta, un equipo de fútbol fue el centro del mundo. Pero no sólo un equipo de fútbol. Alguna día se deberá estudiar ―no sé si se puede, pero vaya― la influencia del Barça de Guardiola en los hechos políticos ocurridos en Catalunya a partir de 2010.
El periodista Erik Kirschbaum es auto del libro Rocking the wall: the Berlin concert that changed the world. Básicamente, le atribuye a Bruce Springsteen haber inyectado en los berlineses el poder de querer ser libres, en el concierto que el Boss hizo en Berlín el 19 de julio de 1988. Poco más de un año antes de la caída del muro y cuando las movilizaciones tomaron fuerza. Sólo los creyentes de la religión Springsteen se pueden imaginar el poder espiritual que transmite un directo del diablo de Nueva Jersey. Pero vaya, eso se estudia en la universidad y es más complicado. En cambio, quien más quien menos en Catalunya puede entender la influencia del Barça. No sé si para cambiar el mundo o hacer caer muros, pero vaya. Si aceptamos, como se ha aceptado con normalidad durante mucho tiempo (sin que la internacional de los que se hacen los descreídos de todo para no mojarse con nada, dijera lo contrario), que cuando el Barça ganaba, los culés iban a trabajar más contentos, ¿por qué no tenemos que aceptar el hecho de que cuando el Barça abandonó el victimismo y decidió dejar de mirar hacia Madrid para ser unilateralmente el mejor del mundo, esto también tuvo influencia social ergo política?
Alguna día se deberá estudiar la influencia del Barça de Guardiola en los hechos políticos ocurridos en Catalunya a partir de 2010
Lo digo, porque el fútbol y la política ―y los clubes con una personalidad marcada en particular― van tanto de la manita (la futbolítica, en feliz definición de Ramon Usall), que muchos han descubierto esta semana que el Rayo Vallecano es un club antifascista y que, sobre todo, lo es su afición. Por eso Pablo Iglesias presumía que era del Rayo. Los bukaneros son los únicos que se han salvado del episodio del nazi Zozulia, que se enfadó porque le dijeron nazi. Y se suspendió el partido Rayo-Albacete y todo el mundo lo aplaudió, ¡porque no han extendido nada! Expliquémoslo: Roman Zozulia ya no fichó por el Rayo en su momento (y terminó en el Albacete) porque a su afición no le gustaron las fotos con el 18 en la camiseta y señalando un marcador con el resultado de 14 a 88. El 18 corresponde a las iniciales Adolf Hitler. El 88 a Heil Hitler. Y el 14 a las catorce palabras de David Lane, un supremacista blanco que insta a "asegurar la existencia de nuestro pueblo y un futuro para los niños blancos".
Una civilización nacida de las cenizas del nazismo y del fascismo no debería permitir esto. Pero España es un bicho raro. Porque en España el fascismo triunfó. Y no fue derrotado ni con la muerte (en la cama) del dictador. Se hizo una Transición, allí siguieron todos, y ahora incluso han declarado la guerra cultural. Por eso no es extraño que cueste tanto entender que si un señor es nazi y le dicen nazi, no se tiene que suspender un partido. En España, se ha suspendido un partido porque a un nazi le han dicho nazi y porque Javier Tebas, un seguidor de Fuerza Nueva, decidió que no le convenía un Barça-Madrid en el momento álgido de la protesta contra la sentencia del Supremo. Pero, en cambio, nadie ha batallado cuando se hacían cánticos racistas o machistas ―caso Shakira en Sarrià ... perdón, en Cornellà... o el Prat― para que se suspendiera un partido. Ahora lo aplauden. No lo aplauden porque sean fascistas. Lo aplauden porque no se paran a pensar en la gravedad de lo ocurrido. Desde Juan Ignacio Zoido (crítico cuando los aficionados del Rayo no quisieron fichar a Zozulia), hasta el actual ministro de Deportes ―y lo que es peor, de Cultura―, José Guirao, algo aún más desesperante.
¿Y entonces quieren que no se aproveche un partido con una audiencia potencial de 650 millones de espectadores en el mundo para hacer política en una situación excepcional, con un gobierno preso o en el exilio? No se puede separar el contexto social del deporte y viceversa. Y con el Barça, menos.