El Tribunal Constitucional ha considerado inconstitucional el confinamiento decretado por el gobierno español en marzo de 2020, el más salvaje de Europa y del mundo libre. La lástima es que se haya dejado en manos de Vox la defensa de derechos fundamentales como el de la libertad de circulación. Que hacía falta un confinamiento para hacer frente a la pandemia es una evidencia empírica, como demuestra que la limitación de movimientos ha sido —y todavía es— la única forma para frenar la expansión del virus. Que esta limitación de derechos fue en realidad una suspensión y que se coló un estado de excepción por la puerta trasera, es ahora también una evidencia. Como lo es que se dio un poder exagerado a las policías para multar de manera arbitraria, por lo que ahora se podrán reclamar las multas.
Y suscribir eso no quiere decir ser un negacionista, ni fan de Miguel Bosé, ni un trumpista catalán, ni priorizar la economía, ni ser un liberal egoísta, ni negar el derecho a la salud o los derechos colectivos. Quiere decir defender que los derechos fundamentales no son sólo para cuando nos los podemos permitir y que se pueden limitar, pero no suspender con demasiada alegría. Quiere decir defender que otro estado de alarma era posible, más quirúrgico, como después se ha demostrado. Quiere decir, por cierto, defender que la salud pública es mucho más que luchar contra el virus de mierda.
Cuando se empiezan a recortar derechos fundamentales y nadie dice nada, las autoridades le cogen el gustillo
Hubo muy pocas voces que criticaron el estado de alarma español —que, hay que decirlo, el president Quim Torra todavía encontraba insuficiente—, basado en su más pura tradición: autoritarismo, centralismo, burocracia, desprecio a los niños y a su educación y desprecio al deporte. Este fue el cuadro de marzo de 2020. Y que era un error lo demuestra que después se corrigió, cosa de la que nos tenemos que alegrar. Se sacaron los militares de las ruedas de prensa, se devolvieron las competencias a las autonomías, los niños volvieron a clase y no no pasó nada y los deportistas —los olímpicos y los de barriga cervecera— pudieron salir a la calle y a correr por un bosque, lugar infinitamente menos peligroso que el comedor de casa.
El caso es que nunca se basó nada en la confianza mutua entre administración y administrados y así nos va ahora. En lugar de convencer, se optó por una campaña patriótica y por un arresto domiciliario masivo bajo amenaza de multa de 30.000 euros. Vimos delatores de balcón y aplausos acríticos. Nadie ha asumido responsabilidades por el drama de las residencias de ancianos. De hecho, no hemos hecho ni siquiera el debate sobre una sociedad que vive con la gente mayor aparcada y invisibilizada. Y todavía no hemos entendido por qué se ha tardado un año y medio para poder comprar test de antígenos sin receta en las farmacias.
¿Es, por tanto, una buena noticia la decisión del Constitucional? Pues, mire, puede que no. Porque quizás la próxima vez, en lugar de un confinamiento quirúrgico, deciden aprobar directamente el estado de excepción, que aún da más poder a la policía. O no. Quizás optan por la reforma de la ley de seguridad nacional, que ya directamente obligará a las "prestaciones personales" que exijan las autoridades competentes cuando haya una crisis. Una crisis que puede ser un virus o cualquier otra cosa. Porque cuando se empiezan a recortar derechos fundamentales y nadie dice nada, las autoridades le cogen el gustillo. Es una de las tres constantes del mundo, junto a la velocidad de la luz y el déficit fiscal catalán, como diría Xavier Sala i Martin. Ahora habrá toque de queda para evitar botellones. A ver cuándo tardamos en ver que lo declaran por cualquier chorrada.