Definitivamente lo que diferencia a la especie humana del resto de los seres vivos es la capacidad de imaginar. Y de crear. La creación es hija de la imaginación, y choca frontalmente con el gran misterio de nuestra existencia: la vida y la muerte. El conflicto eterno no resuelto que ha escapado –y escapa todavía– a nuestro pensamiento, el miedo consciente y permanente a la muerte –a la desaparición– se ha explicado –que no significa probado– mil maneras. Hace miles de años la imaginación, que es hija de la observación y el arma más poderosa del pensamiento, fabricó el simbolismo –el lenguaje que explica el conflicto eterno–, y la tradición –el libro que transmite la historia simbólica de la humanidad–. El tió de Navidad surge en este contexto. La voluntad de existir y de perpetuarse: la alianza de la especie humana con los cuatro elementos de la naturaleza: agua, fuego, tierra y aire. Mito, magia y religión.
El mito
La cosmogonía vasca –la religión ancestral de los vascos– explica que los hombres y las mujeres de la antigüedad más remota vivían sometidos por la tiniebla de los demonios –el imperio del mal–. Es un dato muy relevante por dos motivos. En primer lugar porque pone de relieve que desde épocas muy pretéritas –en el alba de las primeras civilizaciones– la humanidad ha asociado la oscuridad, la noche y la muerte. El eje del mal. Y en segundo lugar porqué el simbolismo y la tradición del tió navideño clava sus raíces en la cultura protovasca de religión pagana que floreció en los Pirineos mucho antes de que los primeros apóstoles cristianos pusieran los pies en la península Ibérica. Hace 20.000 años la cultura protovasca (o protoeuscárica) ocupaba las dos vertientes de la cordillera pirenaica desde la Cerdanya –el extremo oriental– hasta las costas atlánticas –el extremo occidental–.
La tradición del tió navideño clava sus raíces en la cultura protovasca de religión pagana que floreció en los Pirineos
Aquella cultura perdió la lengua en buena parte de su solar. Pero en los Pirineos catalanes –centrales y occidentales– y aragoneses mantuvo los simbolismos y las tradiciones ancestrales que explicaban –que interpretaban, se tendría que decir– el origen de la humanidad y sus alianzas –la voluntad de perpetuar la especie– con los cuatro elementos de la naturaleza. La casa se convirtió en el centro de la vida. Y los bosques que lo rodeaban, en la fuente de los recursos que alimentaban la vida. El diálogo hombre-naturaleza, o si se quiere hombre-mito, que en aquella época equivalía a decir hombre-divinidad. La casa era el hogar de los hombres y de las mujeres. De los vivos y de los muertos. Y el bosque era el templo de los elementos de la naturaleza. Y el hogar de los mitos –de los dioses–. El árbol –el elemento más destacado–una categoría protagonista. Y el tió de Navidad –materialmente un trozo de árbol– se convirtió en el vehículo de este diálogo.
La magia
Aquella cultura ancestral contemplaba el árbol como el triunfo de la vida. Y asoció su figura a la voluntad de perpetuar la especie. Para articular el diálogo con la divinidad se sirvió del árbol y lo vistió de un ceremonial mágico que era un canto a la vida. El tió era un trozo de cepa –o una rama gruesa– escogida conscientemente. Una vez separada de su hábitat –el bosque– era introducida e incorporada en la casa como un elemento más del mundo de los humanos. Eso explica el ritual que consiste en "alimentar el tió" los días precedentes a la festividad de Navidad. Llegado el solsticio de invierno –coincidente con la festividad de Navidad en nuestro calendario– el tió como elemento doméstico en que había sido convertido, aportaba su contribución a las necesidades de la casa en forma de una soberana cagada de golosinas. El regalo de los dioses del bosque a los hombres y las mujeres de la casa.
El tió era sacrificado a las llamas del hogar del fuego, elemento que simbolizaba el calor y la luz del sol que acogía la vida
En aquel punto de la liturgia, el diálogo había sido claramente beneficioso para la gente de la casa. Luego para equilibrar a propósito el pacto, los hombres y las mujeres brindaban la cepa a la divinidad: a la Madre-Tierra. El tió era sacrificado a las llamas del hogar del fuego –elemento que simbolizaba el calor y la luz del sol que acogía la vida–. La veneración del ciclo vital: invierno-verano, frío-calor, penumbra-claridad. La derrota del eje del mal. La renovación ceremonial del pacto. Lo que garantizaba el medio, el entorno y los recursos que contribuían a la perpetuación de la especie. El tió carbonizado y convertido en ceniza para abonar los campos de cultivo, adquiría la categoría de alimento para la Madre-Tierra. La sublimación del diálogo hombre-naturaleza, que equivalía a decir hombre-divinidad resumido en la máxima: "Tú me das y yo te doy", o si se quiere "tú aliméntame y yo te alimentaré".
La religión
Al alba del año 1000 los valles pirenaicos estaban inmersos en un proceso de paulatina y progresiva evangelización. Durante siglos la cultura y la historia de los valles del Pirineo catalán –el central y el occidental– transcurrió marcada por un equilibrio de fuerzas entre la evangelización cristiana que se quería imponer y la cosmogonía ancestral que resistía a desaparecer. Durante este periodo de relativa convivencia las jerarquías católicas utilizaron las estrategias de conversión tradicionales que habían resultado exitosas en otras circunstancias y en otros territorios. Allí donde había un espacio consagrado a la magia edificaban un templo. Y allí donde se explicaba un ritual mágico clavaban la vida y milagros de un santo mártir. Una solapamiento progresiva e interesada de los elementos más destacados –materiales o espirituales– de la cosmogonía ancestral por otros de la liturgia cristiana.
Esta ecualización provocó la entrada –a bombo y platillos– del ritual del tió en el calendario cristiano. En la geografía del santoral pasó a formar parte de los faustos navideños, de la celebración del natalicio del Mesías anunciador de la salvación, o si se quiere de una nueva existencia. La adaptación de los rituales de la vida –de la renovación del pacto con las fuerzas de la divinidad– de raíz ancestral fue asociada –a propósito– con la idea de una nueva era triunfante en la figura de un Mesías sacrificado para la salvación eterna de la humanidad. Hay que decir sin embargo, que la costumbre de ablandar la cepa a palos no te relación alguna con la suplantación cristiana. La extraña –y agresiva– forma de estimular el tronco a cagar se debe observar en el contexto de las relaciones personales de las culturas ancestrales. Un detalle que pone de manifiesto que las cosas, desdichadamente, no han cambiado tanto.