Carles Puigdemont dijo que volvería, no que se quedaría. Esto bastaría para resumir lo que sucedió el jueves en Catalunya, si no fuera por el espectáculo esperpéntico que se vivió en torno a la figura del líder de JxCat y que eclipsó al que debía ser el otro titular de la jornada: la investidura de Salvador Illa como nuevo president de la Generalitat. Esperpéntico, absurdo, anómalo, delirante, estrafalario, estrambótico, extraño, excéntrico, extravagante, grotesco, inaudito, incoherente, incomprensible, inconcebible, insólito, inverosímil, irracional, ridículo, rocambolesco, surrealista... No hay suficientes adjetivos para calificar lo que sucedió. Incluso el propio Josep Pla, maestro de la adjetivación, habría tenido trabajo para encontrar los más adecuados. Incalificable, inclasificable.

No hay duda de que, una vez más, el exalcalde de Girona dejó en evidencia a los poderes represivos del estado español. No sólo burló a los Mossos d'Esquadra, también a la Guardia Civil, la Policía española y los servicios se supone que de inteligencia españoles —responsables todos ellos del control de las fronteras—, que en ningún momento supieron ni cuándo había entrado ni cuándo había salido. Demostró que Catalunya no está pacificada, al contrario de lo que pregona el discurso de Pedro Sánchez, y que España no controla el territorio catalán, y proyectó en el exterior la imagen de una democracia anómala que persigue a un diputado escogido en las urnas porque unos jueces se niegan a aplicar una ley de amnistía aprobada por el poder legislativo sin que la desobediencia —la prevaricación en realidad— les comporte ningún tipo de consecuencia, con total impunidad. La volvió a humillar. Ahora bien, ¿a qué precio lo consiguió todo esto? Porque antes del jueves de la semana pasada, todo el mundo ya hacía tiempo que sabía, también más allá de los Pirineos, que las cosas son así. Y, al parecer, hay quien las tolera o quien no tiene fuerza suficiente para impedirlas, no sólo en el estado español, también en la Unión Europea.

El anunciado y esperado retorno de Carles Puigdemont fue visto y no visto. Si la declaración de independencia del 10 de octubre del 2017 tuvo una vigencia de ocho segundos, su presencia pública el 8 de agosto del 2024 apenas llegó a los ocho minutos. El reto de volver y no ser detenido era ciertamente mayúsculo y sólo tuvo éxito porque, una vez más, acabó incumpliendo el compromiso adquirido. En la campaña de las elecciones catalanas del 12 de mayo prometió que si había debate de investidura —confiando en que fuera la suya, claro está—, él estaría, pero a la hora de la verdad no ha cumplido, por mucho que ahora los suyos jueguen con la semántica para intentar hacer ver que no dijo lo que sí dijo. No se dejó detener, como muchos hacía días que sostenían que no tenía ningún sentido después de casi siete años plantando cara desde el exilio, y si no lo hizo es porque, de hecho, nunca probó a entrar de verdad en el Parlament, que es donde sabía seguro que los Mossos d'Esquadra le estarían esperando.

Cuesta encontrar algún sentido político en la actuación de Carles Puigdemont, más allá de situar a ERC como colaborador necesario de la represión española y de reírse de los Mossos d’Esquadra

El coste de la performance —porque no se puede considerar que fuera otra cosa es, de momento, que algunos agentes de los Mossos d'Esquadra se han jugado el puesto de trabajo para respaldarle, que la policía catalana ha hecho un ridículo espantoso y su prestigio ha quedado por los suelos tras las dificultades que ya había sufrido a raíz de los hechos de octubre del 2017, y que la imagen de Catalunya y de los políticos catalanes no sólo de España, también de Catalunya ha quedado gravemente tocada y manchada. No es extraño que el jueves mismo por la noche, una vez aprobada la investidura del líder del PSC como 133º president de la Generalitat y aún con Carles Puigdemont ilocalizable y en paradero desconocido, un dirigente destacado de JxCat lamentara, en privado, que "lo peor de todo esto es que los catalanes nos presentamos, a ojos del mundo, como una sociedad inmadura y políticamente irresponsable". "Catalunya no se merece este triste espectáculo", remachaba.

Un auténtico despropósito cuyo desenlace, más allá de la satisfacción inicial de algunos por haber protagonizado un acto más de desobediencia, puede tener repercusiones negativas para el exalcalde de Girona. Percibido hasta ahora en toda Europa como la víctima de un sistema democrático español muy imperfecto, y que fruto de ello le ha dado cobertura allí donde se ha encontrado, habrá que estar muy atentos a cómo el numerito de la semana pasada afecta a posibles decisiones futuras. La incógnita es saber, por ejemplo, qué harán las instancias judiciales belgas si el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena, que es quien persigue desde el primer día a Carles Puigdemont y que debe echar fuego por las muelas tras verse nuevamente burlado por el chico de Amer, reactiva la euroorden de detención por malversación. Todo ello teniendo en cuenta que al no presentarse a las últimas elecciones europeas, al preferir hacerlo a las catalanas un error de cálculo de resultado imprevisible, ha perdido la inmunidad.

Y es que hasta ahora estaba considerado un político serio y responsable que nunca había eludido la acción de la justicia y ante la que siempre había comparecido. A partir de ahora, sin embargo, no está claro que todo siga igual después de haberse escapado expresamente del asedio, tan desproporcionado como ineficaz, de los Mossos d’Esquadra. Hasta ahora, en Europa, nunca había sido visto como un fugitivo. Después de la espantada del jueves pasado, en la que literalmente se dio a la fuga, se tendrá que ver si la percepción cambia o no. La primera impresión es que se ha enredado innecesariamente la situación judicial, por mucho que el responsable único de la coyuntura actual sea una judicatura española que se niega a cumplir la ley de amnistía. Pero mientras esto no se arregle vía Tribunal Constitucional o vía Tribunal de Justicia de la Unión Europea el único que sufre sus consecuencias es él, y según cómo, parece que todavía tenga ganas de complicarse más la vida.

"Para hacer esta comedia no hacía falta que volviera", valoraba otro dirigente de JxCat, disgustado porque toda la operación se había hecho a espaldas del partido y porque, además, el 130º president de la Generalitat "nos ha vuelto a engañar a todos". Celebraba, en todo caso, que finalmente no le hubieran podido detener, como en el fondo lo hacían también, aunque fuera disimuladamente, el gobierno catalán en funciones y el gobierno español y por extensión, ERC y PSOE, porque de lo contrario habrían sido señalados como los cómplices directos del proceder ilegal de la mal llamada justicia española. Respiraban aliviados a disgusto de las críticas furibundas que aun así han recibido justamente en esta dirección de Carles Puigdemont y de JxCat, que, por otra parte, no se pudo salir con la suya a la hora de aprovechar el desconcierto creado para paralizar la investidura de Salvador Illa. Y eso que lo probó unas cuantas veces intentando que se suspendiera el pleno del Parlament, con unas maneras que por unos instantes recordaban a las de Cs los días 6 y 7 de septiembre del 2017 en que se aprobaron las leyes del referéndum de autodeterminación y de transitoriedad jurídica y fundacional de la República.

Si después de todo el galimatías ahora JxCat le hace pagar los platos rotos a Pedro Sánchez retirándole el apoyo en Madrid, como ha puesto encima de la mesa Jordi Turull, obviamente el escenario político entrará en otra dimensión. De momento, sin embargo, la conclusión es que cuesta encontrar ningún sentido político en la actuación de Carles Puigdemont regresado sano y salvo al exilio belga y dispuesto a seguir planteando batalla, porque la razón jurídica le asiste, y aunque sea incumpliendo el enésimo compromiso, el de retirarse de la política activa si no era reelegido president de la Generalitat, más allá de situar a ERC como colaborador necesario de la represión española y de reírse de los Mossos d’Esquadra y cuestionarlos severamente por el papel tan bochornoso jugado y por la chapuza perpetrada con motivo de su fracasada detención. Unos Mossos que ahora JxCat coloca en el ojo del huracán, pero que callaba cuando no hace tanto reprimían con la misma brutalidad o más a los manifestantes independentistas contestatarios, porque resulta que quien los dirigía entonces era un conseller de Interior de su partido.

Desde el 2012, en la política catalana la realidad ha superado siempre la ficción. Y esta vez lo ha hecho con unos movimientos al estilo de la mejor de las tocatas y fugas de Johann Sebastian Bach.