Lo analizaré desde el punto de vista personal, jurídico y político. Si es que estas fronteras son posibles, o rígidas, que no lo son. Desde el punto de vista más humano, digámoslo así, la entrada del president Puigdemont bajo el Arc de Triomf de Barcelona, ​​rodeado de gente afín y cargos electos poniendo su cuerpo, era una escena que cualquier demócrata debería ver como una anomalía, primero, y un acto de afirmación colectiva, después. La primera impresión que tuve fue que, a pesar de tantos errores y tantas dificultades, a pesar de tantas cosas que son opinables sobre esta figura y esta opción electoral (y todas las demás opciones independentistas), aquí hay sin duda algo bueno. Si hay que hacer todo esto, y sobre todo si se hace todo esto, aquí hay algo extraordinariamente bueno y que dice, también, algo muy bueno sobre este país. Votes lo que votes, que en Catalunya todavía suceda que los presidentes de la Generalitat acaban perseguidos, exiliados o encarcelados cuando se atreven a meter una patita fuera del régimen de 1714, dice mucho de los que persiguen y sobre todo de los perseguidos. Especialmente aquellos que, a ambos lados, no desfallecen. ¿Era mejor ganar por completo en 2017? Seguro. Pero la decisión de ahora (quizás incluso la del 2017) ha sido existir, resistir, estar ahí. Volver con la dignidad intacta. Y el president Carles Puigdemont no fue encarcelado, ni fusilado, ni dimitido o rendido, sino que siete años después apareció bajo el Arc de Triomf de Barcelona. Normal que el Estado (el Estado en el sentido amplio) se haya puesto nervioso.

Políticamente, la frase es esta: "todavía estamos aquí". Salvador Illa prefiere reflejarse en Josep Tarradellas, un regreso que ya cuenta con cuarenta y seis años de antigüedad y un nombre de aeropuerto creado en un despacho monocolor. Pero los aeropuertos pueden servir para aterrizar o despegar, y algunos preferimos (sobre todo pasado todo lo que ha pasado) la segunda opción. "Aún estamos aquí", a diferencia del "ya estoy aquí", no indica un final de una etapa o la llegada a un destino, o la existencia de una nueva normalidad: Puigdemont no culmina nada, como hacía Tarradellas, ni el país menos, ni se puede dar nada como normalizado. Y, sin embargo, estoy seguro de que si hubiera sido investido Puigdemont como president, la frase habría sido la misma. Quien ha querido entenderlo ya lo ha entendido, porque es sabido que el guion preparado era otro. El guion de la investidura de Salvador Illa era el del “fin del procés” o el de la “normalización”, y sobre todo el del fin de la figura de Carles Puigdemont tanto si era detenido (que era una opción) como si permanecía en el exilio (y se difuminaba como personaje). Esta era la prevista y única “jugada maestra”. Fracasada, palpablemente, incluso si los nuevos consellers intentan simular que no lo ven. Es que lo vio todo el mundo.

Que en Catalunya todavía suceda que los presidentes de la Generalitat acaban perseguidos, exiliados o encarcelados cuando se atreven a meter una patita fuera del régimen de 1714, dice mucho de los que persiguen

Puigdemont, a ver si se entiende, ha venido para decir que no puede haber concordia real mientras no se normalice la situación judicial/legal del independentismo en España, hasta que los jueces acaten las leyes y hasta que se emprenda una verdadera etapa de cambios en los que la opción (real y efectiva) de la independencia no sea prohibida y perseguida. Solo hay que recordar la respuesta que hacía el PSOE cuando hace pocas semanas le preguntaban sobre la evolución de la mesa de Ginebra: "Hay que ver cuáles serán los próximos interlocutores". Puigdemont ha venido a decir que todavía es interlocutor, que todavía es capaz de girar boca abajo el país cuando se lo propone (“poca gente en Arc de Triomf”, dicen algunos miopes, pero son incapaces de negar la atención de todas las pantallas del país y de fuera del país), y que ni de lejos el conflicto se resuelve por un frágil pacto sobre una nueva financiación. Bien, y que Junts todavía puede abandonar a Sánchez con sus pactos imposibles, o encontrar todavía una vía de colaboración. Se duda mucho del sentido institucional de Puigdemont, pero la sesión de investidura se desarrolló con toda normalidad y esta fue también una decisión. Quedaron desmentidos aquellos que creían que la intención era la de boicotear la investidura. Nada más lejos: cuando hay mayoría, hay que intentar gobernar. Y ERC ha escogido soberanamente. Solo faltaría, y solo faltaría no poder criticarlo.

Jurídicamente es que no hay tema. Es que no hay delito, es que no hay posible cooperación con ningún delito ficcionado, es que nada de lo que ocurrió el jueves es perseguible en modo alguno y ni siquiera merece sanciones administrativas en el cuerpo de los Mossos. ¿Se podría haber actuado mejor para detener a Puigdemont? Si este era el objetivo, es bastante visible que sí. Esta frustración, debida a una alteración de las previsiones en el día de la investidura, no habría tenido que traducirse en una lluvia de detenciones arbitrarias. El altísimo prestigio de los Mossos debería situarse muy por encima de una evitable manía persecutoria contra lo que pueda hacer un ciudadano libre, expresidente y diputado electo en territorio catalán que evita, como es su derecho también, que le detengan. Ninguno de los dos debería caer en la tentación de rebajar su prestigio, y honestamente pienso que no ha sido el caso de Puigdemont. El martirologio era una opción, sí, pero él la descartó. Y el cuerpo de los Mossos a veces se equivoca y a veces acierta, como lo hizo el 1-O cumpliendo una orden judicial de forma impecable. Si existe algún asunto jurídico a resolver, no debería ser el de ningún delito inexistente la semana pasada, sino el de cómo funciona la aplicación de las leyes en España y cómo las tesis de Llarena quedan, antes que tarde, desmontadas por alguien que sepa más. No debería costar mucho.

Más que lo que sucedió el jueves, que es el simple ejercicio de unos derechos políticos (individuales y colectivos), cuesta entender por qué ERC está tan enfadada. ¿Es porque el president no se entregó? ¿No era Marta Rovira quien le rogaba que no se entregara? ¿O bien es porque los Mossos no lograron detenerle? No sé, cada uno hace su trabajo lo mejor posible, pero ¿y esa ira? ¿Este decir “se acabaron los puentes”? Honestamente me cuesta entender, como no sea ese guion que decíamos antes: el de la desaparición inofensiva, plácida e impotente de un Puigdemont que ya no pintaría nada en un escenario de “normalización” y de “pasar página”. Tampoco conozco a nadie en Junts (y bastante fuera del ámbito de Junts) que considere que se puede pasar página de nada sin resolver esta grave anomalía. Políticamente, creo que es evidente que estamos en otra fase: esto es notorio y admitido por todos. Otra cosa es que, en la página siguiente, Puigdemont y la causa de la autodeterminación estén ahí todavía, con todas sus secuelas políticas y judiciales.

Otra cosa, dejando las polémicas jurídicas y políticas aparte, es que un solo hombre “derrotado” consiguiera eclipsar la investidura de Salvador Illa. Pero es que tampoco hay que rasgarse las vestiduras por eso: los eclipses, como es sabido, son fenómenos naturales.